Gabriel de Araceli

SOSTIENE DON MARIO el papel intervencionista, la corrupción y el engaño de la burguesía y sus exorbitantes ganancias ilegales con el argumento de que: «gracias al odiado comercio progresó Europa y surgieron las industrias, que trajeron el verdadero progreso social. Si no hubiera sido por el comercio y la industria, España estaría todavía en las cavernas» (“La mirada quieta—de Pérez Galdós. Página 55). Una idea neoliberal para comenzar el análisis que de la extensa obra de Galdós ha llevado a cabo Vargas Llosa durante los dos años de pandemia. E incide nuevamente en esa justificación del «capitalismo proveniente de la Revolución Industrial por los derechos sociales y salarios que obtendrá el trabajador». (Página 94).

No sorprenden esas doctrinas que el ínclito nobel gusta expresar con tanta frecuencia en sus artículos de opinión publicados en la prensa diaria. Y que el lector advertido obvia cuando lee sus novelas si no quiere evitarle como autor y retirarle su preferencia. Para la crítica de la enorme creación literaria de Galdós, Llosa recurre a describir el argumento de una obra. A continuación, realiza un breve análisis estructural de lo contado en la que se extiende en las circunstancias socio-políticas e históricas del momento concreto, junto a consideraciones propias de un docente que impartiera un taller de escritura. Empieza el libro citando su admiración por Javier Cercas y casi su apoyo incondicional en el debate, civilizado, que este mantuvo a principios de 2020 con Antonio Muñoz Molina en su ataque contra la obra y figura de Pérez Galdós. Lo que predispone a saber con antelación cuál va a ser el guion a seguir en el análisis del texto.

Quizás sea ese atracón febril de lecturas de Galdós en tan breve espacio de tiempo lo que lleva a Vargas Llosa a escurrirse con ligeras imprecisiones. Como cuando en la crítica de la gran novela galdosiana, “Fortunata y Jacinta”, confunde la Cava Baja con la Cava de San Miguel, donde Fortunata habita un cuartucho miserable y conoce a Juanito Santa Cruz. O a afirmar que Maximiliano Rubín es un inculto. Falso, era un bobo infeliz, un varón incapaz, una persona insignificante, un hombre débil y enclenque aturdido por la belleza repentina de una mujer. O a ignorar la presencia de personajes como Evaristo Feijoo, o Manuel Moreno Isla, o Guillermina, la santa, o Plácido Estupiñá, ese retablo de secundarios que pueblan de vida las novelas galdosianas.

O el silencio que hace sobre la mamá doña Dolores en la crítica de “Doña Perfecta”. Un personaje basado en esa madre autoritaria que lo envía a Madrid con diecinueve años, no veinte, para que se olvide de la pequeña Sisita, su prima hermana, aquella locura juvenil de don Benito. O el olvido de su último querer, Teodosia Gandarias, fallecida cuatro días antes (31 de diciembre de 1919) que Galdós (4 de enero de 1920), su gran amor durante los quince años finales de su vida. A doña Emilia Pardo Bazán: «mujer ardiente salvo cuando escribía novelas», sin embargo, le otorga como único mérito el de “diablillo lujurioso”, epíteto que bien podría descargar las iras del feminismo.

O también olvida que “Miau” es una denuncia explícita de la burocracia y de la legión de vagos con enchufe que nutre la administración pública. “Miau”, novela menor para Llosa, no le gusta. De ella hace un análisis condenatorio de su estructura narrativa a la que tacha de «frases excesivas, de “grandes palabras”, de un discurso gratuito y desproporcionada entre lo narrado y la realidad objetiva. Llena de escenas prolongadas, excesos retóricos y paralizantes en que a veces sucumbía Galdós».

O en la confusión que produce su afán didáctico por enseñar la estructura narrativa de Tristana. Novela que representa «los postulados naturalistas de Émile Zola. El narrador se identifica totalmente con aquello que va contando, sin tomar distancia alguna con las ideas que sus protagonistas delatan… como quería Flaubert». Para continuar con que en “La desheredada”, «Galdós no distingue al narrador personaje y al narrador omnisciente y sume al lector en la duda». Para decir lo contrario en “Nazarín”: «el narrador-personaje pasa a convertirse en autor omnisciente».

Mario Vargas Llosa en la Biblioteca Nacional, Madrid, octubre de 2012.

O de tildar a “Misericordia” de: «lenguaje figurado poco literario y algo impertinente, superioridad del narrador sobre el personaje que no tiene justificación alguna».

O refiriéndose a su teatro, a “Electra”: Galdós no era «hombre de ideas sino de ficciones, y a la de pensar prefería la de inventar y contar historias. Su teatro no adolece de las “grandes palabras”, esos arrebatos líricos que debilitan el desarrollo de la historia». Para contradecirse en su análisis sobre “La familia de León Roch”: «Muchas novelas y episodios de Galdós no parecen propiamente novelas, sino ensayos disimulados, por los análisis políticos o sociales a los que se entrega el autor como parte de la narración».

Crítica irregular y ambigua de los “Episodios Nacionales”, lo malo y lo sublime, un halago y una reprimenda a la vez, la excelencia y el decaimiento del lenguaje, que Llosa achaca al «avance de la ceguera que atormentó a Galdós en los últimos años de su vida». Un recorrido sobre las 46 novelas de Galdós escrito en apenas 41 páginas que le sirven, tanto para disertar sobre las funciones teatrales y narrativas de la novela, como para reseñar las audacias formales del “Ulises” de Joyce, publicado dos años después de la muerte de Galdós. Una explicación difícil de encajar dentro del comentario textual de los Episodios.  

De “La de Bringas” Vargas Llosa se limita a contar su argumento como el que contara un folletín, sin realizar ninguna observación atractiva que indujera o no a su lectura. Afortunadamente, Vargas Llosa da la venia al lector para que lea “Tormento”, novela previa a la anterior: «está muy bien escrita; aquí la mirada quieta funciona a la perfección. Lástima nomás que, en el capítulo final de la novela, Galdós se valga de los diálogos teatrales que desmerecen y aquietan la narración en vez de darle relieve».

Germán Gullón (edición y notas a una gran parte de la obra galdosiana), Francisco Caudet (edición y notas de Fortunata y Jacinta), Pedro Ortiz Armengol (Vida de Galdós) o Pascual Izquierdo (edición y notas de Trafalgar, Marianela o Misericordia) entre otros estudiosos, han sometido durante décadas a severos análisis la obra de Galdós. Y también desvelado su biografía con estudios extensos y profundos argumentos aprovechados por generaciones de especialistas o simples lectores. Frivolidad y audacia parece lo acometido por Vargas Llosa para juzgar en un solo libro, escrito precipitadamente, la creación del gran novelista español del siglo XIX. “Para gustos y colores nacieron los autores”. Esa es la máxima que parece pregonar el ensayo que sostiene don Mario. Y para ese resultado no parece merito suficiente su afán de recluirse durante dos años leyendo al novelista canario. Por encima del análisis literario se asoma el pretendido éxito de ventas que pueda suscitar un libro lanzado por un personaje protagonista de la prensa rosada y orquestado bajo una gran campaña publicitaria como si de un acontecimiento se tratara. Empeño temerario el suyo de convertirse en ensayista literario. Cien años después del fallecimiento de Galdós, de que sufriera críticas acerbas, envidias, repudios, rechazos y condenas sinfín de enemigos de la profesión, ideológicos, clericales y políticos su obra está asentada en la cumbre de las letras españolas y no parece que las volubles razones de Llosa puedan aportar nada nuevo al sólido universo de un escribidor universal como don Benito.


Don Benito siempre tuvo las mujeres a sus pies. Como don Ramón María.

«Del pecado de menospreciar a Galdós nos arrepentimos la mayoría tan pronto como lo leímos con algún detenimiento». (Josefina Carabias. Azaña. Los que le llamábamos don Manuel)


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