Rafael Alonso Solís

Desde la comprensión del amor a la tierra que pisamos y reconocemos gracias al intercambio de fluidos y al cruce de genes o restos de genes, todo nacionalismo incorpora una versión siciliana de los negocios. Cuanto más locales, más insignificantes e, incluso, más crueles, como sucedía en aquellos monólogos de Gila en los que, tras relatar las agresiones xenófobas con que se saludaba a los forasteros, terminaba con un “si no aguantan las bromas, que se vayan del pueblo”. Cuanto más universales, más necios y más injustos, porque al final tienen que basarse en una referencia a la raza, al color de la piel o al género para establecer las diferencias. Sin embargo, la llamada al espíritu de la tribu es un recurso habitual de la política, al tratarse de un asunto que se mueve por los bajos fondos de la condición humana. Como ejemplo y desiderátum de altura, en un alarde de su más fina retórica, el presidente del gobierno español suele recurrir al hecho de que, al margen de lo que hagan él o sus ministros, España es un gran país, quizá por ese descubrimiento de la antropología mariana de tratarse de un territorio poblado de españoles, o tal vez por ser la tierra de María Santísima –lo que justifica esa participación de diferentes vírgenes en la solución de los problemas económicos y sociales, característica de los últimos gobiernos–. Con lo cual se alcanza una explicación simple de la inutilidad de la política, tanto para la gestión diaria como para el diseño del futuro, ya que la clave del asunto reside en el purismo nacionalista –el español, en este caso–, por el cual es la calidad intrínseca del país y sus virtudes ancestrales las que garantizan la construcción adecuada del futuro, más allá de los programas, las decisiones o las leyes. Pero, ¿y si no fuese así? ¿Y si comenzáramos por admitir que cada país no es otra cosa que un acuerdo, y que ni su definición, ni sus himnos, ni sus banderas son otra cosa que inventos del mercado, no más sólidos ni sustanciosos que lágrimas en la lluvia? ¿Y si “nuestra madre España” –invirtiendo el proceso de la mitificación– fuese, como señalara Jaime Gil de Biedma, frente a la pobreza o al mal gobierno, un “estado místico del hombre” –y de la mujer, claro–, donde las culpas son achacables a los miles de demonios que se arrastran por el subsuelo y emergen de noche para diseñar nuestras desgracias? El drama histórico se reduciría, entonces, a una confrontación entre el bien y el mal –el primero representado por las vírgenes y los ángeles que deambulan por los ministerios, y el segundo por los discípulos y discípulas del Maligno, que incuban y sucuban sin descanso, mientras nos maldicen–. De nuevo, es el mismo Gil de Biedma quien contesta, negando la existencia a los demonios con la actualidad de sus versos, porque “son hombres los que pagan al gobierno, los empresarios de la falsa historia…”.Enlaces relacionados:

Darwin y Mariano

El territorio