Palabras de Carmelita Flórez

»Los veintiún volúmenes del Larousse, impecables, estaban sobre el contenedor de papel y cartón esperando que los rescataran del sacrificio. Alguien los había depositado allí porque se cansó de ellos, tal vez le molestaban en la librería. Los nuevos televisores de pantallas gigantescas ocupan ahora el lugar destinado antes a los libros. Total, nadie leía el Larousse hacía ya una década. Si necesitas saber algo se lo preguntas a san Google, o en la Wikipedia, ahí está todo lo necesario para defenderse en el círculo existencial de 200 m de diámetro que habita el ser humano, según sostiene Manuel Vicent, “el Magnífico”. Era como una traición al espíritu del siglo de las luces, a Diderot y a D’Alembert, a la Enciclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers que había llevado a Francia a una revolución, a la caída de una monarquía absolutista y transformado al mundo. Hermógenes Molina y el almirante don Pedro Zárate, los académicos de la RAE y personajes de la novela de Pérez ReverteHombres Buenos”, que fueron a París a finales del siglo XVIII para comprar clandestinamente la Encyclopédie, se revolvieron en sus tumbas comprobando la estulticia que asolaba al mundo.

 »No hubo indulto, comprobé cómo el camión de la basura elevaba el contenedor de papel usado y lo volcaba en su interior. Algún volumen trató de escapar de aquel auto de fe, pero fue inútil, el operario lo recogió del suelo y lo lanzó con indiferencia a las fauces del monstruo. El camión eyectó una humarada negra cuando arrancó con estrépito. Era como si la barbarie se hubiera impuesto a la razón y al pensamiento. Era como en aquella película de Truffaut, Farenheit 451, los libros ardían ante la indiferencia del bombero. Un pestazo a gasolina… Olía, sí, olía… ¡a derrota!

»Sí, recuerdo que antes en el metro, en el autobús, todo el mundo leía periódicos o libros. Incluso de prestado, abrías un diario y el viajero próximo a ti metía sus narices sobre tu hombro para apropiarse por unos instantes de aquellos artículos a cinco columnas. Ahora, encontrar un lector de periódicos en el suburbano es tan improbable como no encontrar pedigüeños. Todos los viajeros van pendientes de sus móviles con devoción religiosa, cuando no vocean conversaciones absurdas como si se empeñaran en despojarse de sus fantasmas regalando su intimidad a todos los pasajeros del vagón. Es un inmenso enjambre de zánganos revoloteando en torno a la reina, Whatsapp, que ocupa el lugar que hace dos décadas ocupaban los periódicos, los libros, la información, el pensamiento, la crítica, la reflexión, la lectura. El sistema ha conseguido su gran victoria, gracias a la tecnología ha logrado que la masa social se distraiga con mensajes intranscendentes y banales, que tenga horror a las palabras escritas, terror al pensamiento. La opinión pública ha desaparecido, nadie cuestiona la validez del sistema, nadie levanta la voz contra el supra-poder del orden establecido. La telefonía móvil ha convertido al ciudadano en un ser inerte y dócil a cambio del caramelo de una pantalla táctil. Se practica el culto al onanismo, nos tocamos y retocamos esas fuentes de placer efímero reducidos a androides con televibradores de quinientos euros que nos succionan el entendimiento. Vivimos en la era del entretenimiento, de la teletecnoinformación, de la desinformación más bien. Las fuerzas ocultas del sistema han alcanzado el éxito sin las palabras, o contra ellas. Ni los grandes dictadores comunistas o nazis lograron antes una sumisión tan absoluta del ciudadano con tan pequeño esfuerzo.

»Sí, por eso resulta sorprendente aquella fuerza interior de María Moliner que la llevó a escribir un diccionario. ¿Qué puede llevar a un escritor a escribir un diccionario? El amor a las palabras, seguramente, el amor de una bibliotecaria a propagar el saber. “Yo me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años. María Moliner hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Fue la mujer que escribió un diccionario”, el Diccionario del uso del español, decía Gabriel García Márquez pocos días después del fallecimiento de María, luctuoso hecho ocurrido el 22 de enero de 1981.

La vida de María Moliner fue una lucha constante contra la exclusión, primero del franquismo, que la apartó de su plaza de Archivos y Bibliotecas ganada en oposición. Y después tuvo que luchar contra la misoginia imperante en la RAE, que le negó siempre elegirla como académica por el hecho de ser mujer. Todos contra ella. Incluso, el que sería con posterioridad, el novelista más “nobelesco” de la RAE se opuso a su elección. “A María Moliner, no; en ningún caso”, escribió el autor de La colmena en 1970, según recoge Gregorio Morán en su libro “El cura y los mandarines”. Morán, autor azote de la Academia en particular, y de todo el universo literario oficial de aquellas épocas en general. Sin embargo, por aquellos años, Camilo José Cela sí publicó su Diccionario Secreto, dos tomos, en el que daba lengua suelta a todas las palabras cochinas y obscenas que a menudo poblaban sus procaces y rijosas fabulas de izas, rabizas y colipoterras. A finales de los setenta hubo un nuevo intento de ingresar en la RAE a la bibliotecaria, pero entonces, según siempre Morán: “María Moliner los mandó literalmente a tomar por culo”. Lo que también ha sido una costumbre muy practicada por los excluidos al insigne organismo. Valle Inclán, el padre del Marqués de Bradomín, orinaba frente al edificio de la RAE en señal de desprecio a tan limpia, fija y esplendorosa institución. Sánchez Ferlosio —¡que se vayan a freír espárragos!, gritaba el insigne progenitor de Alfanhuí— contagió de desafecto académico a Carmen Martín Gaite. Y más recientemente Almudena Grandes y Luis García Montero se prometieron no entrar en la RAE si no era juntos.

»Fue gracias a Dámaso Alonso que María Moliner, Bella Ciao, firmara un contrato, en 1955, con la Editorial Gredos, para la publicación de su diccionario once años después, en 1966. Una obra inmensa que le ocupó toda su vida mientras atendía a su familia, además de trabajar como bibliotecaria en la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. Aunque ya consagrada por su diccionario, Manuel Seco, De la Real Academia, prestara unas palabras, quizás como consolación, para el prólogo de la edición abreviada publicada en 2000, casi veinte años después de su fallecimiento. Y de ahí al reconocimiento universal y respeto por su obra, que no se dice diccionario, sino el María Moliner cuando queremos saber el significado de las palabras.

»Y Diccionario Ideológico de la Lengua Española fue otra obra faraónica que ocupó a su autor, Julio Casares, durante ¡veintisiete años! “El Casares”, de la palabra a la idea; de la idea a la palabra, un diccionario que han utilizado generaciones desde su publicación por Gredos en 1942, esclareciendo el intelecto de autores y estudiantes que se abrían camino en la escritura y en el conocimiento en aquellas espinosas décadas. Julio Casares, una personalidad desbordante, un genio inusual en el panorama de las letras hispanas: hablaba dieciocho idiomas, diplomático, violinista, crítico literario, filólogo, músico, lexicógrafo y académico de la RAE. Un diccionario singular donde abrevar sinónimos, antónimos y erudición para ir por ahí después soltándolos con tanta exquisitez y buen decir que asombre a los oyentes y lectores de la calidad personal y literaria del que los emplea.  

»Por eso es encomiable que haya aún escribas que engendren diccionarios en estos tiempos en los que el virus de la vulgaridad ha infectado todos los rincones del intelecto. Dimas Mas ha esculpido un tesoro, o un diccionario de palabras desmemoriadas, “El tesoro olvidado”, que propone recuperar los vocablos en desuso para dar lustre a la frondia hablantina y empaque a los lenguaraces, una colección de preciosas gemas ocultas para que el lector las engarce y las luzca cuando sea menester mostrarse como persona sensible y cultivada, y se desprenda su habla de hircismo y no se quede como un fargallón ni se caiga en la ergástula de los groseros y de los ignaros. El de Dimas es un breve diccionario de la elocuencia minimalista para quien quedar bien quiera, nada jauto sin embargo, para que el idiolecto de los hablantes se llene de hervorosos vocablos que aglayen a los cermeños y alienten el afecto y la atención entre los que escuchen. Con su uso se pueden extraer del zaquizamí del cacumen una antología de significantes vernáculos que doten a nuestro léxico de enjundia, elegancia, erudición y belleza, y llenen los coloquios de jeribeques de proposiciones armoniosas que asombren al que las escuche y envidie al hablador. Es un diccionario que, según su autor, “pretende devolver a la circulación comunicativa voces expresivas y hermosas que habían sido arrumbadas por la ignorancia, el desdén y la erosión trivializadora de las conversaciones humanas”. Es digno de lectura. Y más aún de promover su uso oral, como todos los diccionarios.

»Sí, aún quedan mujeres y hombres buenos que escriben diccionarios para rescatar de la amnesia las palabras, explicar sus significados, adornar las conversaciones de las personas y librarnos de la torpeza y la tosquedad en el hablar. Gloria y laurel a ese reducto de lingüistas resistentes, Bella Ciao, orfebres y escultores que enarbolan la bandera de la elegancia del verbo para izarla en lo más alto del idioma. Valete.