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Hace pocos días se transitó, como del rayo, Carlos Oroza. Hacía tiempo que nadie hablaba de él, que nadie parecía saber de su existencia. Es difícil adivinar si alguien lo evaba todavía, si ya se transitaba poco a poco, si aún se veía divisado, aderezado, subsistido al adentrarse en otros ojos, sus ojos, tus ojos. Es difícil escribir acerca de sus poemas, tanto sólo soñarlos, porque jamás escribió un libro. O si lo escribió, lo hizo en un lienzo de arena volátil, con letras que se derramaban con suavidad por el borde del papel, mientras le omnimaba tus pasos. Comencé a buscar a Oroza en los años sesenta, cuando deambulaba por el Café Gijón con una botella de agua purísima de manantial, para que no lo envenenaran. Ya entonces se decía que había nacido de un conjuro, de un sortilegio, de un pacto sabático entre tres meigas luminosas, que se reunían en un montículo cercano a la Costa de la Muerte para cocinar las palabras que más tarde él repetiría. En aquella época no tuve la suerte de encontrarme con él, ni siquiera pude escuchar sus versos, que recitaba subido a las mesas de los cafés o musitaba deviniendo por las esquinas, a la hora en que asoma el maligno e impregna el alma de los querubines por los callejones oscuros de Madrid. Más tarde me lo encontré en tres ocasiones. La primera fue en una calle de Santiago, por los setenta o los ochenta, cuando ya se había retirado a una aldea gallega y decían que había sido adoptado por una vaca, que le cuidaba con mimo y lo alimentaba a cambio de recitados. Por entonces sonreía con una mirada llena de luz, brillante como una esmeralda que se disolvía en agua de ría al fijarse en otros ojos, una mirada que emergía de su rostro huesudo, hecho de piel y palideces, y se quejaba con ternura de lo mucho que chovía en Galicia. La segunda fue algunos años después, en Madrid, una tarde que daba un recital en la Escuela de Ingeniería Industrial, un lugar poco apropiado para la lírica. Por aquel entonces verseaba paseando por el patio de butacas entre el arrobo y el entusiasmo de una afición que tampoco había leído libros suyos. ¿Para qué los libros, que todo lo fijan entre blancos y negros? ¿Para qué la cárcel de las ediciones, que obliga a corregir sólo una vez, frenando la danza anárquica de las palabras que se reproducen a sí mismas? ¿Para qué la tiranía de la impresión, que deja al verso limitado a una pauta ajena al poeta? La tercera vez que lo vi fue hace unos días, después del tránsito, y me despertó musitando un poema. Era el mismo y era distinto a todos los que había declamado por los cafés de artistas y las salas de los colegios mayores. Había descubierto cómo dejar viva la poesía al sacarla del papel y lanzarla a la calle, con el único aderezo de la palabra.
Rafael Alonso Solís
Oh Eva
Évame eva
Évame si me transito
Acércate Ven
Tenme con tu frente
Busca el rumbo y forma un ave continua
Vuelve la incertidumbre
Una marea blanca
Una tierra más alta
Una frente sin rumbos
(Poemas de Carlos Oroza)
En su libro “Aguirre el magnífico”. Vicent cuenta en la página 160 un encuentro que tuvo con Carlos Oroza, estamos en 1977, a punto de legalizar al PC porque habla de los festines que Carrillo celebraba a costa de su amigo Teodulfo Lagunero, sería en memoria del hambre que pasaban los camaradas de base en la Avenue Kleber dictando a la intemperie las consignas que Federico Sánchez transmitía clandestinamente al interior, porque don Santiago comía bien y gozaba de una dacha en Crimea.
Dice Vicent de Oroza:
El poeta maldito Carlos Oroza se había ligado a una francesa en el café Gijón. Ella le pagó la habitación en el Hotel Nacional, frente a la plaza de Atocha, para ejercer una siesta del fauno. A media tarde comenzaron a oírse bocinazos y sirenas de la policía y hasta la cama llegaban los gritos de una manifestación de los obreros de la Pegaso. La chica preguntó muy alarmada: «¿Qué pasa ahí abajo, amor?». El poeta se levantó, fue hacia la ventana, apartó un visillo, miró la calle y se volvió a la cama. «Tranquila, sólo es una cosa de pobres», dijo muy seductor.
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