Rafael Alonso Solís
De vez en cuando nos acordamos de que la serpiente esconde sus huevos en lugares diversos, generalmente en rincones ocultos, a salvo de ellas mismas y protegidos de la luz, con objeto de garantizar la eclosión de la puesta. La mención a la bicha suele quedarse en ejercicio literario, porque no hace ruido y se desliza con la discreción insidiosa de quien se sabe comprendida y se mueve entre sombras, en espera de la mejor oportunidad para sacar la cabeza. El ofidio lleva mucho tiempo entre nosotros, y hay quien lo adopta como si fuese una mascota, lo acaricia con respeto y hasta le ríe las gracias. Trabaja en silencio, con disimulo, y rara vez coge vacaciones. Además, se trata de una especie que conoce el secreto de la inmortalidad, que hace mucho tiempo descubrió las claves para mezclar sus genes con los nuestros, para difundir su mensaje con impunidad y para extender la puesta por regiones estratégicas. Curiosamente, el humor parece hacerle daño, y la ironía le irrita, hasta el punto de hacerse imprudente y mostrarse tal cual, lo que en ocasiones le lleva a mostrar el careto mientras le gotea el veneno por las comisuras. Gracias al cine hemos aprendido que los reptiles gustan de poner entre jueces, maderos y periodistas en nómina, por supuesto de forma selectiva.
En una de las obras maestras de Orson Welles –Touch of Evil– el capitán Quinlan, un policía experto en la manipulación de pruebas para acelerar la resolución de los casos, se manifiesta como la expresión de la maldad al servicio de la ley, en un ejercicio que no se diferencia cualitativamente de la guerra sucia o la patada en la puerta, que también son juegos de patriota irredento. Que dos cómicos se encuentren hoy en el talego por escenificar una denuncia sarcástica de la caza de brujas forma parte de las argucias de la serpiente, experta en el uso de la maledicencia y el fundamentalismo de sacristía para matar la libertad e instaurar el reinado de la caverna. A finales del siglo XVII, en los condados de Essex, Suffolk y Middlesex, en Nueva Inglaterra, el fanatismo religioso se alió con la venganza, la superstición y el machismo para levantar un monumento al mal ejercido por las personas de orden. La pequeña colonia de Salem, en la bahía de Massachusetts, se convirtió en el escenario de la trágica representación, donde catorce personas –nueve mujeres y cinco hombres– fueron ejecutadas en la horca tras ser acusadas por supuestos testigos de convocar al maligno y hacer sucios negocios con él. Más allá de las explicaciones rebuscadas y mistéricas –las ”líneas de ley” de las tradiciones británicas sobre lugares malditos, o el excesivo consumo del cornezuelo del centeno–, detrás de Salem, Puerto Urraco o el barrio de Tetuán en Madrid, no está Satán, que no pasa de ser una manifestación interesada y manipulada de nuestras miserias, sino la estirpe de la serpiente, lista como una tea y amamantadora del fascismo. Titiriteros a la calle.