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Aleph, Biblioteca de Babilonia, Borges, Hipaso de Metaponto, Número phi Φ, Pitagóricos, Proporción áurea
Puede que lo más asombroso de los números sea su estrecha asociación con la eternidad, entrevista como una danza de ecuaciones que emergen, sin saberlo, del fondo del vacío. Cabe pensar, por otra parte, que la existencia del cero resulte la prueba evidente de que la nada posee consistencia, ya sea material o fantasmagórica, y de que su invención alumbra la sospecha de que en la mente no existen ni las distancias ni los períodos de tiempo, ya que todo está a mano, si bien oculto por el ruido que hacen los pensamientos a todas horas. Junto a eso, la leyenda de las magnitudes inconmensurables, el fatídico hallazgo que causó la desgracia de Hipaso de Metaponto –o de Cretona–,
y cuyo recuerdo suele agitar a los soñadores, a los poetas y a los coleccionistas de lágrimas, refleja tanto la vastedad del universo como la vanidad intrínseca de los instrumentos de medida. Una vez que la nada, casi sin pretenderlo, provoca la aparición del uno, éste genera inevitablemente el dos tras la contemplación desapasionada de su reflejo. A partir de ahí, todo se desboca y se alcanza a atisbar el infinito, algo que llega tan lejos que su simple intuición puede embriagarnos sin remedio. Es comprensible, ante su descubrimiento, la fascinación que produjo a los pitagóricos la visión de las simetrías numéricas, el carácter rebuscado y genérico de su relaciones, su papel en la comprensión del significado imitativo de los espejos como puertas abiertas a otra realidad, a la existencia del otro lado, a la confrontación entre la cara y la cruz. De alguna manera, la creación –en el sentido de la aparición del mundo perceptible– es el resultado de la liberación de los números y su multiplicación como expresión del crecimiento de un monstruo pululante, de una mónada incontrolable, capaz de dar lugar a cualquier cosa si se le permite.
A Borges le regalaron una vez un libro que contenía un número infinito de páginas, y lo escondió en una estantería de la biblioteca de Babilonia, asustado porque su lectura se le hacía imposible debido a la locura irremediable de su numeración, sin principio ni fin. La misma poesía no sería conocida sin haber sido precedida por los números, ya que su entrada al escenario se produjo en el momento en que a un trovador se le ocurrió relatar historias con soniquete, comprobando que, en ciertas circunstancias, eran capaces de producir un ritmo que recordaba los latidos del corazón y los suspiros del alma. Es inevitable, sin embargo, confrontarlos limpiamente con las palabras. O admitir, también, que tal vez los unos sean creación de las otras, y que éstas se compongan, a su vez, de giros, fragmentos y combinaciones de aquéllos. No en vano, dicen que el I Ching –o Libro de las Mutaciones– nació como la confluencia y maridaje entre dos escuelas arcaicas: la de los brujos y la de los analistas, que bien pudieran haber combinado adecuadamente números y letras para comprender la esencia del Tao.
Rafael Alonso Solís