Carmelita Flórez. Madrid, 4 de marzo de 2021

AZCONA espiaba la vida a diario desde su atalaya de la quinta planta de unos grandes almacenes madrileños. El mejor palco para observar la grisura cotidiana de las gentes, veía en sus caras el cansancio o la alegría o el fracaso o la ilusión o el temor o la derrota o la esperanza. Se asomaba al ventanal de una cafetería y especulaba sobre cómo sería la vida de aquella pareja, Petrita y Rodolfo, casi cuarentones, con paso cansado y sin un futuro claro, sin pisito, aburridos uno del otro, ¡tantos años de noviazgo marchito! Como ahora los jóvenes, a fin de cuentos. O escribía lo mal que lo tenía Carmen para encontrar novio, era hija de Amadeo, el verdugo. O veía al sacrificado transportista empeñado en pagar la letra de su motocarro la gélida nochebuena, Plácido. O se burlaba de la rijosa costumbre de coleccionar pelos íntimos femeninos, ¡de coños!, que tanto complacía al marqués de Leguineche, primera escopeta nacional. Esos vistazos sobre las gentes que desfilaban a sus pies le servían para escribir sus cuentos. El guion. Palabras que después sus amigos Berlanga, o Marco Ferreri, o Carlos Saura, o Trueba, o José Luis Cuerda, o Bigas Luna o José Luis Borau convertían en películas. Que qué es una película, pues eso, una historia de palabras bien contada con imágenes. O sea, la profesión de Azcona, cuentista, la de proporcionar argumentos, palabras con las que preñar de sentido las imágenes. Rafael Azcona era un maestro de la estructura narrativa, de hilar protagonistas, personajes secundarios, tramas, ambientes, tiempos, figurantes, situaciones paralelas, nudos, desenlaces en la proximidad del mundo que nos rodea y al que a veces no miramos. “Me he limitado a retratar una sociedad que estaba al alcance de mi mano, que estaba en los bares” decía Azcona cuando le preguntaban cuál era su secreto. Quizás por eso sea tan fácil leerle, tan divertido ver sus películas, porque nos cuenta trozos de nuestra propia existencia, personajes con los que convivimos a diario, con los que compartimos el ocio o nos cruzamos en la calle, gentes invisibles como nosotros en los que no reparamos pero que conforman nuestras vidas anónimas.

Y por eso sus cuentos, sus facecias*, sus historias, sus novelas “guionadas”, sus guiones novelados son ágiles y actuales como potrillos desbocados por la pradera del celuloide, aunque él nos dejara hace ya trece años. También se nos han ido recientemente varios cuentistas magistrales como él: Julio Diamante Sthil o Jean Claude Carriere o Antonio Giménez Rico. Como se fue no hace mucho Juan Miguel Lamet o José Luis Cuerda. O como se fue hace ya más años Ángel Fernández Santos. Eran gastrónomos de la efímera realidad, escogían los mejores menús que el mercado de la sociedad les ofrecía, les extraían la acritud o el amargor de la existencia, o a veces se lo añadían y los cocinaban al fuego lento de las palabras, elegían los mejores manteles, las mejores vajillas y después, sobre ellos, nos regalaban manjares sazonados de dulzor, a veces con aromas agridulces, a veces picantes para que nosotros los saboreáramos sin atragantarnos cuando se apagaban las luces del cine. Nos ayudaban a fantasear con la magia de un relato cuando el torrente de las imágenes se proyectaba en la pantalla de nuestros sueños, los añoramos aún, aunque ahora no haya cines, aunque veamos las películas frente al televisor del salón. Porque necesitamos las historias de Azcona, de Lamet, de Ángel Fernández Santos, de Diamante para emocionarnos, para olvidarnos de la pandemia y del enclaustramiento pétreo en que los tiempos del virus nos ha encerrado, porque las páginas de Azcona o de Gonzalo Suárez o de Cuerda nos amanecen cada día, que no es poco.

Leer a Azcona, “El pisito”, o “El verdugo”, o las reflexiones de Diamante sobre el guion nos sirve para indagar en sus técnicas narrativas, en sus habilidades para crear historias rotundas, para adentrarnos en los porqués del relato creado para filmarse, nos ayuda a descubrir las intimidades que todo buen narrador debe saber, tal vez para imitarlos desde la torpeza de nuestras palabras.  

*Facecia. Gracia, chiste, donaire o cuento gracioso. Mus.: Especie de ópera bufa, usada antiguamente en Italia. Ni María Moliner, ni el “Diccionario Abreviado Espasa”, edición de septiembre de 2007, ni siquiera “El tesoro olvidado, breve diccionario de la elocuencia minimalista”, de Dimas Mas, editado por Oportet Editores en 2019, recogen este término ahora en desuso. Sí lo hace Julio Casares en su “Diccionario ideológico de la lengua española”, edición 2000, y el “Diccionario Enciclopédico Ilustrado”, editado por Ramón Sopena en 1954.

Carmen y José Luis en la Cueva del Drach, en Mallorca, la barcarola de Offenbach, la Guardia Civil trasladando al verdugo a la prisión para ejecutar al reo. Ese rechazo a la pena de muerte que tanto enfadó a su Excelencia cuando vio la película de Berlanga en su cine de El Pardo. El Pisito. Rodolfo, Petrita, doña Martina, la prótesis de la pierna ortopédica del cliente de Dimas, el callista, tecnología alemana, eso sí, para un tullido. Frases llanas, secuencias cortas o capítulos a semejanza del cinematógrafo, literatura, cine. Esperpento, sainete, tragicomedia, crítica social descarnada, humor negro, la alegría de los supervivientes. Hijos de la derrota, tristes usos amorosos en la nocturnidad de una corrala, esperpénticas vidas, protagonistas frustrados por la anemia del nacionalcatolicismo de posguerra. Tan dura la vida de entonces como la de ahora. Y sobre todo ese magma de estercolero, la risa de Azcona sobreponiéndose a la puta vida.

Julio Diamante Stihl. Guionista, director de cine, teórico de la estructura del guion, estudioso del lenguaje visual, de sus formas y reglas. Un clásico actual, su libro: “De la idea al film”. Un tesoro para quien lo tenga. Diamante, como Truffaut, como Hitchcock, como Berlanga, como Azcona, enamorados del cine, de los libros, de las historias visuales, de la libertad. También un resistente, él y su padre, Julián Diamante Cabrera, soldado republicano e ingeniero militar en la Batalla del Ebro. Julio nos dejó en agosto de 2020. Su obra está ahí. Para leer, para visualizarla, para disfrutarla en los tiempos del virus.