Agustina de Champourcín

—¡Arrastro! —y el tío Pascual tira sobre el tapete el siete de oros.

—¡Las cuarenta! —canta el tío Emilio. Y se apuntan la partida de “subastaoo”.

—¡Otra de anís para todos!

Y Alfredo y Pedro, dos pardillos madrileños que visitan Tera por primera vez, pagan la ronda dispuestos a congraciarse con los paisanos de este pueblecito, a un paso de Soria, que se arrejuntan la tarde del viernes en el bar, sólo abre los fines de semana, para olvidarse de la soledad que invade Castilla.

—Si queréis terminamos con un mus, que aún queda mucha tarde —el reloj de la iglesia acaba de dar las ocho.

Ruinas de San Juan de Duero

—Otra de anís para todos y dos de torreznos —indica Alfredo, quizás para evitar el sonrojo de la más que previsible derrota que les infligirían los devotos sorianos de las estampitas de Heraclio Fournier. Y corre también la cerveza para quitar la sed y el vino para disfrutarlo. La tertulia comienza, las almas se expanden y las bocas se sueltan exteriorizando los pensamientos que ocupaban los interiores rocosos del intelecto antes de que los naipes los expulsaran por la lengua, el mejor remedio para evitar las penas, la conversación. A medida que aumentan los vapores se disipan los recelos. ¡Y el subastaoo!

El bibliobús pasa cada dos semanas por el Valle de Tera y cambia los libros serios a los vecinos y los infantiles que ha dejado la bibliotecaria en la guardería comunal, que recibe niños de los pueblos vecinos. Tera tiene treinta habitantes censados, según dice Ana, una señora casi nonagenaria que toma el sol de marzo junto a otras cuatro vecinas. La señora Ana fue la menor de ocho hermanos, quedó huérfana de madre a los siete años. A su padre le mató la guerra de su Excremencia un poco después, los falangistas. Marta, la enfermera de la Junta de Castilla, toma la tensión de Ana y de sus cuatro compañeras. Y la de todos los vecinos de siete pueblos cercanos. Si ve algo sospechoso los envía al médico de zona. A aquella despoblación masiva le ha seguido en la actualidad una repoblación activa de gentes de todos los orígenes que ven en Castilla el lugar donde aliviar sus penas. Y vuelven los que se fueron a sus orígenes. Félix, septuagenario, el hijo de la señora Ana, cuenta que unos primos, descendientes de un tío abuelo que emigró a la Argentina hace cien años, han pedido al Registro Civil de Tera el certificado de nacimiento de su antepasado para acreditar su origen y solicitar la nacionalidad española. “Allá viven en la miseria, y con el de la motosierra, peor, sueñan con volver a Soria”, cuenta Félix. “Yo me llamo Margarita Recoleta y vengo de Venezuela”. “Yo me llamo Celia Cruz y vengo de Cuba”. “Yo me llamo Linda Flor y vengo de Santo Domingo”. “Y yo me llamo Ligia Elena, y vengo de Colombia porque nunca llegó mi trompetista a darme ninguna buena nota”. Linda Flor y Ligia Elena y Celia Cruz y Margarita Recoleta son las cuatro señoras, mucho más jóvenes, que acompañan a doña Ana en la soleada mañana de Tera. “Doce ocho, las cuatro, tensión de manual” dice orgullosa Marta, la enfermera. El azar es uno de los nombres del destino. Sí, ¡la vida te da sorpresas!

Ligia Elena desayuna almendras en el patio de su casa aprovechando el sol de la mañana.

Bandadas de buitres leonados sobrevuelan los cielos de Molinos de Razón, de Valdeavellano de Tera, de El Royo, de Sotillo del Rincón, de Aldeaseñor y su torreón, palacio del señor de Gormaz… Vuelan las rapaces por el acebal de Garagüeta, por Ventosa de la Sierra, por Navabellida, por Aldeacardo, por Almajano, por Oncala y su puerto de montaña, 1453 metros sobre el nivel del mar, Por Chavaler, por Taniñe…

 Sí, son pueblos apenas habitados, calles desiertas y parajes que recorre en su Seat 600 Javier Martínez Romera, historiador y aficionado a los vehículos. Ha llegado a tener también un Seat 1500, un Lancia Stratos, un Audi Quattro y un Toyota Celica, aunque él, como caballero castellano muy discreto, nunca lo reconocería. Ágreda es un pueblecito deslavazado, tirado sobre el terreno sin orden ni concierto, calles estrechas se suceden como un aluvión de monumentos donde ubicar una leyenda de Gustavo Adolfo. Por el laberinto de Ágreda, fronterizo entre los reinos de Navarra, Aragón y Castilla, crisol de culturas cristianas, árabes y judaizantes, mezcla de pueblos que estuvieron enzarzados en guerras y disputas durante siete siglos, Javier cuenta al visitante la historia del lugar en su castellano académico digno de Gerardo Diego:

Gerardo Diego se lo hace leyendo a Juan Ramón.

«El califato de Córdoba utilizaba a los bereberes procedentes de las montañas del Atlas como fuerza de choque, igual que hizo su Excelencia durante la Guerra Civil con los moros. Les salía barato y así se libraban de ellos, de natural beligerante y montaraz, y podían recrearse en los jardines de la Alhambra o invocar a Alá en la mezquita. En Ágreda vivió toda su vida, de 1602 a 1665, la beata sor María Jesús Coronel y Arana, abadesa y consejera política de su majestad Felipe IV, al que nunca vio personalmente pero con el que mantuvo una extendida correspondencia como asesora en los asuntos mundanos de Estado. ¡Una religiosa que nunca salió de su pueblo como consejera real! El reinado de Felipe IV se encalló en las guerras de Flandes que provocaron que a ellas se destinaran muchos recursos y que el reino quedara exánime. Y fuera el heredero del trono, el hechizado Carlos II, el que cargara con el sambenito de provocar la ruina del Estado, si bien la gestión económica del poco agraciado hijo fue notable y evitó con su buen tino la quiebra total. En ambos personajes, la monja y el rey, se concretan esas formas de conciliar lo divino y lo terreno tan propias de la Iglesia y de la Monarquía española. Lástima que no coincidieran jamás, porque de haberlo hecho, seguramente el Rey Planeta hubiera añadido otro descendiente más a su larga lista de hijos bastardos, extramatrimoniales se dice ahora, el treinta y uno. Si bien ella, algo hubiera conocido del amor humano y no fuera, como así sucedió, virgen y entera a la tumba”. ¡Quien evita la tentación evita el pecado! Pero ganó la gloria».

Los caminantes reanudaron el camino y en esto descubrieron trescientos o cuatrocientos molinos de viento que hay en aquel campo alto de Soria pura, cabeza de Extremadura. Y así como don Simón los vio, dijo a Rafita el canario:

—La ventura va guiando la fortuna de las energéticas, que han sembrado de aerogeneradores eléctricos esos oteros y colinas elevadas por donde antes ramoneaban las ovejas y son ahora pasto de los kilovatios sin que reciba el vecino reducción ninguna por su consumo.

—Así es —respondió Rafita el canario, hombre de natural sobrio y poco amigo de palabras vanas—, que mientras que las eléctricas se enriquecen más y más el precio del kilovatio hora se eleva más aún, como esas torres que nublan el horizonte, y al usuario no le queda otro remedio que privarse del uso de la calefacción y volver al brasero de leña para calentarse, o al hornillo de astillas para templar el cocido; que siempre encuentran excusas las energéticas para justificar el alto precio de la energía que imponen a su voluntad, que si la ausencia de viento, que si la sequía ahoga la producción hidroeléctrica, que si desmantelan las nucleares, que si el costo en origen del gas o del petróleo se ha encarecido con las guerras porque la guerra es padre de todo, que decía Heráclito, o que si las nubes tapan los bosques de placas fotovoltaicas que han sembrado en estos horizontes infinitos que antes eran prados donde pastaban las merinas, y maniobran secretamente para que el precio de la energía se mantenga elevado como su cuenta de resultados y no le queda más remedio al pobre vecino que pagar el recibo o, en el caso improbable de poseer un terrenuco, alquilarlo, para que en él se encumbre otra torre donde bracee el gigante Briareo de los vatios para hacer aún más ricas las cuentas de resultados de las eléctricas y puedan las juntas de accionistas dedicar una limosna a labor social y anunciarse como defensoras del medio ambiente mientras que al vecino apenas le consuela el descuento porque no a todos les convence el remedio y pugnan y se contradicen y llegan al enfrentamiento entre ellos y a la enemistad vecinal, cuando no a la violencia y familias que habían vivido en convivencia durante generaciones son ahora enemigas íntimas y no se hablan e incluso se perjudican mutuamente, todo ello por el precio de la luz y la ubicación conflictiva de los gigantes braceadores.

Y Rafita el canario no dijo más, volvió al silencio la jornada entera y aún varias jornadas venideras, atemperado en el habla como él era, don Simón, artesano carpintero, de quien él hizo esclava la paciencia, escuchaba en silencio su silencio.

Campanario de San Pedro Manrique.

 Villas de torres desmochadas o con orgullosas espadañas donde las campanas bicentenarias marcan los acontecimientos sorianos. Raquel, una vecina, se dispone a enseñar al viajero el esplendor de su pueblo. Tiene Fuensaúco un antiguo lavadero que recoge en sus muros interiores paneles fotográficos donde se cuenta la historia humana de sus habitantes a lo largo de siglo y medio. Y de aquel premio de natalidad del 26 de febrero de 1944, otorgado por el Instituto Nacional de Previsión a Isabel Sanz Lázaro por los dieciocho hijos que tenía con Esteban Pérez Lázaro, se ha pasado a los cinco vecinos que ahora duermen ahí. Lucha Fuensaúco contra las macro-granjas de cerdos que quieren instalar fondos de inversión ajenos en terreno tan despoblado, protesta contra los purines que contaminarán ríos y valles. Pocas voces, poco ruido para impedir la asfixia de un pueblecito condenado por la codicia de la industria cárnica. Asfixia como la del joven Lucas Martínez, que murió “axfisiado” el 14 de noviembre de 1929 por inhalar el aire de una calera donde se refugió para pasar la noche, vapores tóxicos lo mataron, según recogía el diario el “Porvenir Castellano”. Tenía 28 años. El general Primo de Rivera dimitiría dos meses después.

“Ahora son zarzales y lagunas. Campos de soledad, mustio collado… las torres que desprecio al aire fueron a su gran pesadumbre se rindieron…” El tiempo detenido en las piedras del camino talladas con los nombres de los caminantes, lápidas falangistas que recogen sólo el nombre de sus héroes, los muertos por dios y por España. ¡¡Presentes!! Relojes y campanas. Canecillos lujuriosos de los ábsides románicos tallados en la arenisca de la ermita románica de Tozalmoro, figuras femeninas que exhiben su sexo sesgado como incitando al fornicio para la procreación y poblar con el resultado de su vientre estas tierras despobladas. San Pedro Manrique, despoblación. Sotero Ruiz Marín tiene 89 años, pero recuerda como si fuera ayer la celebración de sus 22 cuando en las fiestas de Magaña llevaba ya 19 vinos, algo, al parecer, diario. «Pero mi hermano llevaba 74 y le tuvieron que traer a hombros. Murió mucho después con el hígado estropeado. ¡A ver! Y aquí les dejo en buena compañía, que disfruten, que yo me voy con Alegría (Martínez Hernández, 83 años) y su primo Carlos (Martínez Sáenz, 85 años) a jugar al tute, o al mus, o al guiñote». Y se fue. Don Ricardo Hernández, de Valdegeña, nonagenario, en quince días se irá a una residencia de mayores, aún conducía su viejo coche hace un mes, pero lo vendió, le venció el tiempo, “la vida es una sucesión de renuncias, el tocino no es de ovejas” dice, aunque tiene fuerzas para guiar a los visitantes hasta la iglesia construida sobre la antigua sinagoga en lo más alto del pueblo, dónde si no. La superposición de las culturas y la imposición de la más fuerte. Y para hablar de los bandoleros que a finales del siglo XIX asaltaban a los vecinos y caminantes por la sierra donde ahora bracean los molinos: «Entonces robaban como ahora los políticos». O de los tejeros venidos de Extremadura que fabricaban las tejas en los tejares de Valdegeña y después de venderlas regresaban a su pueblo. Trashumancia de ganados y personas. Relojes de sol que sólo dan las horas de los buenos días. Blasones y relojes romanos, la numeración, campanarios, la huella del tiempo testimonia el paso de los que nos precedieron. Indianos, también aquí, que se construyeron casonas solariegas de piedra en Narros o en Magaña o en Trévago. Y el silencio que se oye y se adueña del crepúsculo convierte la tarde, en Yanguas, en inmensidad de abandono o soliloquio eterno. ¡El silencio! Soria pura.

Carlos, Alegría y Sotero se preparan para la partida vespertina de guiñote en San Pedro Manrique.

Por las calles de la capital Rosario Consuelo, docta profesora de la Universidad de Castilla, relata a los forasteros el itinerario hacia el patíbulo que llevaron Pascuala Calonge, la reina de Tardajos, y su amante José Díez Moreno el 18 de abril de 1846, por el asesinato del marido de ella, Valentín Lacarta, hecho ocurrido un año antes. Aquello conmocionó a la población, que asistió con curiosidad morbosa a la ejecución a garrotazo vil. Rosario Consuelo ha publicado en forma de libro la extensa investigación sobre el caso que le hizo recorrer archivos, sacristías, audiencias y ayuntamientos por toda la comarca hasta desvelar las claves del suceso: “Crimen y castigo de la reina de Tardajos”.

No fue ese el único suceso macabro que conmocionó a la provincia. La historia se repite casi punto por punto y 107 años después, en 1953, otro suceso similar conmocionó a la provincia soriana. Muy cerca de la pedanía antes citada, en Ribarroya, un vagabundo, Carlos Soto Gutiérrez, al borde de la oligofrenia, violó y asesinó a la niña Purificación Tejero y huyó por los montes y quebradas hasta que fue detenido por la Benemérita apenas unos días después. La suerte que corrió fue la misma que la de Pascuala.

—Pero no todo son crímenes horrendos, que también hay sitio para el amor en Soria. Y nada como el amor, casi pasión enfermiza que hechizó a Machado, don Antonio, cuando conoció a la niña Leonor —refiere Marina, soriana y enfermera de almas que guía a los viajeros por el recorrido enamoradizo del poeta y su joven esposa—. Tuvieron que esperar a que ella cumpliera los quince años para casarse. Él, un hombretón de 32 años, ella, una niña de 13. Hoy hubiéramos condenado el caso, pero entonces eran otros tiempos. Sí, 1907. Ya se sabe. Leonor regresó de París, donde se había trasladado la pareja un año antes, posiblemente para evitar maledicencias, muy malita y gracias a la ayuda que al poeta dispensó otro poeta, Rubén Darío. Leonor apenas duró tres años más, falleció en 1912, dejando sin resonancia el corazón y la vida de Antonio.

El día de la boda de Antonio y Leonor, 30 de junio de 1909.

¡Ay, qué bonito es el amor en Soria! Que se lo pregunten a Dionisio, aquel hombre, poeta, rebelde, melancólico y soriano que las enamoraba a todas con sus versos, por más que él asegurase que era mucho Ridruejo y pocas nueces: Marichu de la Mora, Von Podewils, Gloria, Pilar, Maruchi Fresno, María Luisa Gefaell… ¡A todas!

Soria está allí, por donde tuerce un río
y unas piedras se queman y un castillo
ha muerto en pie y un árbol amarillo
será cuerpo glorioso y está el frío.

Estuvo allí. Marchó con el hatillo
del pastor hacia el Sur y en el navío
del emigrante al mar. En su vacío
fue nevando al ayer lento y sin brillo.

Y Soria ya no es tierra y va brotando
de haber sido de ayer y de la nieve,
clara de estar lejana y ser memoria,

con sus álamos quietos escuchando,
sobre el Duero de luz y olvido, un leve
murmullo que la va creando: Soria.


Enlaces relacionados:

No sabe de edad don amor

San Baudelio de Berlanga

Soria, poetas, santos y amores turbadores

Dionisio Ridruejo: Rebelde con causa

Dionisio Ridruejo: Corazón loco

Crimen y castigo de la reina de Tardajos