Teodosia Gandarias

     El pasado 7 de julio se celebró en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid el homenaje al zoólogo Ángel Cabrera Latorre, insigne científico y hombre de ciencia, con motivo de cumplirse el 60 aniversario de su fallecimiento, ocurrido en La Plata, Argentina, el 7 de julio de 1960.

     Abrió el acto el director del museo, Santiago Merino, que resaltó el extraordinario trabajo de taxonomía y clasificación zoológica que Cabrera realizó en el Museo desde 1902 a 1925, fecha de su partida a la Argentina. También intervinieron Leoncio López-Ocón, investigador adscrito al Consejo Superior de Investigaciones Científicas; Alberto Gomis, profesor de la Universidad de Alcalá; los naturalistas Manuel de Andrés-Moreno y Juan Monreal; y el periodista y escritor Ángel Aguado López, autor de la novela PATAGONIA, sobre la vida y obra de Cabrera.

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Las especiales circunstancias sanitarias que asolan Madrid hicieron que la presencia al acto fuera limitada. Santiago Merino, director del Museo Nacional de Ciencias, comienza el acto de homenaje a Cabrera.

     Ángel Cabrera Latorre nació en Madrid, en 1879, en el nº4 de la C/ Madera Alta, en lo que ahora es el barrio de Malasaña. A pesar de su extensa obra en el Museo de Ciencias, de sus numerosísimos trabajos científicos y libros escritos que le convirtieron en una referencia obligada en el estudio de la zoología y le dieron renombre mundial no tiene ninguna placa o recuerdo que le honre en la ciudad que le vio nacer. Es hora de enmendar ese olvido.

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Asistentes al acto posan en la entrada del Museo.


Conversación apócrifa que María Aguado y Ángel Cabrera, mujer y marido, mantienen con motivo de su partida a La Plata,  en 1925, reclamados por el gobierno de la Argentina para ocupar la cátedra de Zoología de aquella Universidad:

Guion de Ángel Aguado López

Cinco décadas con Ángel

Secuencia única. Interior, día, en un piso de Madrid de la calle Claudio Coello, 115. La luz radiante que entra por un balcón lleno de tiestos alumbra la conversación de dos personas de mediana edad, unos cuarenta años, son Ángel Cabrera Latorre y María Natividad Aguado Porres, un matrimonio con apariencia intelectual, es decir, con la ropa limpia pero usada. María lleva la voz cantante y Ángel la escucha con la paciencia de un sabio.

MARÍA

Y este, qué es: ¿Un Lupus signatus o un Lupus lupus? Porque yo ya me pierdo con tanto bicho, Ángel, que me tienes el comedor lleno de Canis canis y de Vulpes vulpes y de quirópteros y de Capras victoriae. Y en la bañera la foca monje, Ángel, un macho vivo de Monachus monachus, que ni María Teresa se puede lavar y tiene que ir al Instituto Escuela como si fuera de exploradora por el Magreb-el-Aksa, con el salacot que tú le trajiste de Melilla, que ni peinarse puede. Y lo de meter al megaterio en el salón ¡ni se te ocurra!, ¡eh!, Ángel, que no cabemos los cuatro en casa.

ÁNGEL

Pero María, si va a ser sólo un par de meses, hasta que los Benedito terminen con los abejarucos y el verraco ese que le sobraba al duque de Veragua.

MARÍA

Sí, sí, lo mismo me dijiste de la piel del Loxodonta africana, ese elefante grandote que cazó el otro duque, el de Alba, que no sabían qué hacer con él en el Museo, que se tiró seis años ocupando el baúl del dormitorio, encima del vestido de cóctel de Fortuny-Madrazo que me trajiste de París, que sólo me lo puse una vez, cuando lo de la reina María Cristina en 1913. Sí, lo del diplodocus Carnegie, ese que vino de Pensilvania y que montaste tú solito. Sí, tú solito, porque los yanquis, el Holland y el Coggeshall mucho salir en la foto, mucho visitar el Palacio Real, mucha juerga, que se los llevaba su majestad por los teatros y los colmaos persiguiendo vicetiples. Pero de trabajar nada, que el que de verdad trabajó juntando los huesos fuiste tú, aunque te sobraran un fémur y tres vértebras lumbares que no cabían en la galería central y tuviste que decirle a Bolívar que se quitaban, que nadie se daría cuenta, que el único en España, en el mundo entero que sabía de endoesqueletos de herbívoros saurópodos del Jurásico eras tú. Y era verdad.

[Don Ángel mira por el techo en busca de musarañas, pero no hay ninguna con la que distraerse de la charla de María].

  MARÍA

¡Y cómo me tienes el estudio con tus caballetes, con tus cuadros, con tus pinceles y tus acuarelas! Todo lleno de láminas de cebras, de gacelas extintas, de mamíferos marinos, de ¡cachalotes!, de ¡ornitorrincos!, del macho cabrío de la Sierra de Gredos que parece que va a saltar y arruinarlo todo con esa cornamenta que le has pintado. Y el señor ese viejecito de las barbas blancas, el que sale en las botellas del anís…

ÁNGEL

Darwin.

MARÍA

Ese, sí, que yo comprendo que revolucionó el origen de las especies, que lo de dar la vuelta al mundo en el Beagle con 22 añitos tiene mérito. Pero así, ancianito, con esos pelos de chivo da miedo verlo, que parece un sabio loco, que en lugar de su foto podías decorar el estudio con un paisaje… Yo casi prefiero que pintes láminas como las de Adán y Eva, de Durero, así, desnuditos, que son como más juveniles, más de nosotros. Que a ti bien que te gustaba de novios verlos en el Prado, que bien que disfrutábamos con los Tiziano y los Rubens, que después bien que lo pasábamos con tanto ir y venir por el Retiro, por lo oscuro, que me dedicaste tu Fauna Ibérica, un libro colosal que te costó años de estudio y de viajes, el mejor de su especie, que lo tienen todos los sabios del mundo.

[Don Ángel mira al suelo cabeceando sin decir nada].

MARÍA

Y con las ochenta mil muestras que trajeron los de la Comisión Científica del Pacífico pasó lo mismo. ¿Quién las clasificó? Tú. ¿Quién las inventarió? Tú. ¿Quién las dibujaba como si fueran óleos de Clara Peeters? Tú. Que algunas muestras llevaban décadas olvidadas en los sótanos del Museo.  Que si el pobre Jiménez de la Espada lo hubiera sabido, en vez de irse a las Islas Chinchas se habría quedado en el Botánico esperando que llegara La Gloriosa, que la cosa de la ciencia en España avanzaba despacito. Que me tuviste toda la biblioteca llena de Macacus Rhesus, de lémures, de armadillos y de monos arañas que se trajo el inocente de Jiménez del Amazonas, que daba miedo buscar un libro, que María Teresa, de niña, tenía pesadillas con los bichos y de ahí le viene a Ángel Lulio la costumbre de plantar bananas en las macetas del balcón, la botánica, que alguien le dijo que con ellas se alimentaban los primates, que ya no me queda ni un geranio ni un clavel, que todo lo llenó de bromelias y heliconias y orquídeas y angiospermas y monocotiledóneas…

[Don Ángel, calladito, calladito].

MARÍA

Y lo de irse a Annual tres meses después del desastre fue una locura. ¡Con los niños tan pequeños! Tú por allí, pegando tiros en el Atlas con un máuser, porque lo sé todo, que era así, a tiros, como conseguíais las muestras del Canis lupus, que encima no hay lobos en Marruecos, que son chacales. Y yo en el barrio de Maravillas con dos criaturas preguntándome ¿dónde está papa?, ¿dónde está papá? Sí, ya sé que a Ángel Lulio le hizo mucha ilusión la cimitarra que le trajiste de Tetuán en tu primer viaje, en 1913, regalo de Abd-el-Kader. Y es verdad que María Teresa estaba muy guapa con la chilaba que te dio el Raisuni en tu segundo viaje en 1919. Pero la espingarda que te obsequiaron los bereberes en Larache te puso en un compromiso. Que te acusaron de traficante de armas y de que trabajabas para los ingleses porque guiaste al contralmirante Lynes por el Rif en el 23. Y menos mal que el general Picasso no te abrió expediente, menos mal.

[Pausa. María mira a Ángel, Ángel mira a María].

MARÍA

Y “ALREDEDOR DEL MUNDO” te lo hacías tú solito. Eras director, reportero, plumilla, fotógrafo, dibujante, linotipista y botones a la vez. Y porque me negué a que también la vendieras, que si no, cualquier día hubieras estado en la Puerta del Sol voceando la revista y lo mismo te hubieran detenido por alborotador, por estafa y atentado contra la moral pública, porque los reportajes que publicabas eran de aúpa… porque aquellos anuncios que aparecían en hueco grabado eran de traca: PECHOS: GRAN DESARROLLO, BELLEZA Y ENDURECIMIENTO EN DOS MESES CON PÍLDORAS CIRCASIANAS DEL DOCTOR BRUN. Un científico como tú anunciando esas bobadas para llegar a fin de mes, colaborando en seis sociedades científicas, en cuatro revistas zoológicas de Londres y Nueva York, de colector del Museo y pintando paisajes del mioceno los domingos por la tarde.

[Ángel mira a María diciendo a todo que sí con la cabeza].

MARÍA

Claro, yo tan modosita, tan guapa con aquellos ternos Condé Nast que me cosían las modistillas de Fuencarral, que perdiste la cabeza cuando me viste por primera vez bajo la fuente de la alcachofa, en el Retiro. Sí, todavía me acuerdo, que fue verme y te quedaste como alelado, hablándome de llevarte un recuerdo, de hacernos un retrato con el invento del colodión húmedo de un fotógrafo frente al estanque. La técnica siempre fue lo tuyo, los inventos, tanto leer libros extranjeros, que si la electricidad, que si la física cuántica del genio ese, de Einstein, que nadie le entendió una palabra cuando vino a la Residencia de Estudiantes. Que nos hablábamos por un telefonillo hecho con dos latas de sardinas unidas por un bramante. Yo en el primer piso y tú en la acera de la calle Alcalá. ¡Y anda, que las cosas que me decías! Que mi padre, el coronel, el héroe de Cuba, era muy recto y a ti te daba miedo que sacara el sable y te negabas a subir al principal. El ejército y la ciencia zoológica enfrentados por una mujer. ¡Ya ves! ¡Si lo que papá quería era colocarnos a todas!, que fuimos catorce hermanos, que a mí Saturnino, aquel pretendiente, no me gustaba nada por más dinero que ganara su papá de presidente del Credit Lyonnais. Eso sí, yo me dejaba alagar cuando me invitaba a chocolate con picatostes y azucarillos en el Gran Hôtel de París, que estaba en la Puerta del Sol, que yo lo que quería es que te decidieras, Ángel, que a veces eras un poco soso y tenía que darte empujoncitos para animarte, que la rectitud te viene de tu papá, el obispo amigo de Prim. Pero anda, ¡que cuando cogiste carrerilla!… Que parecías un ciervo en la berrea, que acuérdate de aquella vez en Cercedilla, cuando lo del toro que nos cerraba el paso de la estación biológica, que tuvimos que refugiarnos tres horas en una choza de pastores. ¡Lo que nos gustó aquello! Que yo creo que en eso te asemejas a Ramón y Cajal, que es también de mucho perseverar con su señora y tiene una prole numerosa, que seguro que fue por lo que te ha recomendado al Museo de La Plata, por tu ardor amoroso, también por tu saber, por dejar bien alto el pabellón científico de la patria. Así que, si tenemos que irnos a la Argentina nos vamos los cuatro, siempre juntos. Voy haciendo las maletas que aquí no vamos a llegar a nada por muy listo, educado y viajado que seas, que el saber está muy mal pagado en este país y mejor nos irá en esa universidad donde te han dado una cátedra, que en España hay mucha envidia, que ganarías más vendiendo tus cuadros en el Rastro que clasificando lepóridos. Ellos se lo pierden, que eres un genio loco con un corazón de oro. Eso sí, no podemos llenar los baúles con tus bichos, dejas aquí el signatus, el vulpes, la cabra de Gredos y la piel del Loxodonta. Y la foca monje que se la lleven a la Casa de Fieras. Y las láminas se las regalas a la Biblioteca Nacional, que cruzar el océano hasta la Patagonia es mucho trecho y lo mismo se estropean.

[Y María mira a Ángel con sonrisa de ardilla y ojos de lince. Y Ángel mira a María con los ojos de carnero de una lámina de Zurbarán (Agnus dei).  Y se dan un beso].

FIN



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