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Lee y escribe y hace fotos que a los fotógrafos sorprenden porque en ellas se mezclan un endecasílabo y una broza de floresta humedecida, la libertad de la propia habitación, un susurro y un guiño de sonrisa vertical abierta a los sueños de Holofernes. Y viaja por el mundo, brinca entre el sol y el fa, entre la pluma y la lira, entre La Stravaganza de Vivaldi y la rayuela de Cortázar, entre Minkowski y Virginia Woolf y salta de Praga a Friburgo y de Santander al puente cruel de los suspiros, que parece un torbellino sostenido posándose, terciopelo, en una rosa.

Ana Rodrígueana_robla2_webz de la Robla empuña la fusta y restallan las palabras enfebrecidas navegando el Aqueronte hacia el abismo acuoso de un ombligo o hacia el mordisco efímero, o eterno, del ars moriendi. Y la vibración se apodera del lector que sucumbe ante la perfección plastificada de la nívea replicante de sus letras, ante los labios rojos, pecadores, gozosos de la bella doña. Tiene muchos libros publicados, mucha música oída, mucha cátedra o crónica o crítica aventeada por Helio a los horizontes. Pero mejor es leerla, escuchando, eso sí, a Bach.


Al otro lado
Te expulsa en ocasiones de su cámara. Eres el amante repudiado, el cónyuge que envilecido ruega al otro lado de la puerta la mirada redentora, la mano cuyo tacto salva el mundo.
Me envías a la sima del silencio, purgo en ella un pecado funesto, un delito del que se hallan excluidas las palabras. Pasan nubes de grafito ante mis ojos; su estela es un discurso devanado por el viento. Sólo un lápiz me podría alejar de la locura, sólo un lápiz cuya cháchara es un río devorado entre la selva. Una sierpe de escama mancillada por la tierra.
Paraíso perdido. La escritura. Al otro lado.

Fragmento de «La propia habitación». Valnera LITERATURA
Ana Rodríguez de la Robla


©Fotografías Ana R. de la Robla. Texto: Gabriel Araceli

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