La pasión por la escritura

Un cuento de Carmelito Flórez


 

Y ahora, sola, frente al espejo se veía la mujer que siempre fue, sin las ataduras del amor, libre del deseo de unos labios, sin el reclamo de un cuerpo al que adherirse, sin la prisión de los besos, de otra piel, de los susurros. Sí, se veía guapa, serena, indiferente al torrente de hormonas que anegaron su ser.
Sus piernas largas, esbeltas se reflejaron en el espejo. Jugaba a descubrirse a sí misma, ahora de perfil, ahora de espaldas. Tenía un culo todavía bonito, de frente el vello del pubis escondía el deseo que tanto a él le perturbaba. Le recordaba agazapado entre sus piernas, horadando aquella jungla hirsuta de broza, sus pechos alterados en una esquina de sus manos. A veces se abrazaban lentamente y se miraban durante horas, tejiendo laberintos erizados de caricias. ¡Tanta pasión, tanta alegría, tantos suspiros derrochados, ay!

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Y ahora, sin embargo, tenía la serenidad del que ha cumplido, sin el castigo de su ausencia, lejano el reclamo de su nombre, ¿se le olvidó ya, acaso? Le brillaron los ojos, lentamente se vistió, encendió la luz, su reflejo prendido como fuego en el cristal, libre de sombras.
-Me quedaré contigo, aunque no quieras –le dijo en una ocasión. ¡Qué lejos quedaba aquello!
Agarró el pisapapeles como si fuera una piedra y con una fuerza inesperada lo lanzó contra el espejo. ¡Zas! El estruendo del vidrio roto repitió mil veces su imagen nueva, diáfana, completa, sola, como ella quería.