CUENTOS DE VERANO (4)
Este año se ha cumplido un siglo de la muerte del gran poeta Rubén Darío, El Príncipe de las letras castellanas. La corta vida viajera y errática del eximio escritor bien puede calificarse como intensa, ya que en sus escasos 49 años de existencia dejó una obra poética y periodística inmensa, recorrió infinidad de países, conoció y trabó amistad con lo más granado del universo literario de su época y fue embajador de su país, Nicaragua, en España. En Madrid, en la Casa de Campo (entonces finca cerrada propiedad de Alfonso XIII, comenzó su reinado en 1902; dado su cargo diplomático pudo Rubén Darío pasar a su interior acompañado por el gran don Ramón María del Valle Inclán) conoció en 1899 a la que fue el amor de su vida, Francisca Sánchez del Pozo, la hija de los guardeses, una mujer humilde nacida en Navalsaúz, Ávila. Rubén Darío (que estaba casado en Nicaragua con Rosario Murillo, que le negó el divorcio) y Francisca Sánchez conformaron una pareja de la que nacieron cuatro hijos, tres de los cuales fallecieron en edades tempranas.
En 1907 ambos pasaron el invierno en la Cartuja de Valldemossa, Mallorca, como habían hecho en el invierno de 1838-1839 Frederic Chopin y Georges Sand. El alcoholismo y las depresiones del poeta marcaron sus años finales y murió de cirrosis el 6 de febrero de 1916, en León, Nicaragua. Francisca Sánchez (doce años más joven que el poeta), que le sobrevivió hasta 1963, contrajo matrimonio con posterioridad y dedicó el resto de su vida a glosar y mantener viva la llama de la poesía y de la obra del gran Rubén Darío.
El relato (inédito) original que se expone a continuación se encuentra en la Cartuja de Valldemossa, donde fue escrito. Se transcribe tal y como lo escribió, rápidamente, el poeta, con los errores ortográficos a vuela pluma, que no hacen sino añadirle una nota de afectuoso modernismo al calor poético de las palabras de Rubén Darío.
Notas de Gabriel de Araceli
Rubén Darío en 1915, un año antes de su muerte.
EL FARDO
Aún lejos, en la línea como trazada
por un lápiz azul que separa las
aguas y los cielos, se iba undiendo el sol
con sus polvos en oro y sus torbellinos de
chispas purpuradas, como un gran disco
de hierro candente.
Ya el muelle fiscal había quedado en
quietud, los guardas pasaban de un puesto
a otro las gorras metidas hasta las cejas
dando aquí y alla sus vistazos, inmo-
vil el enorme brazo de los pescantes el agua
murmuraba debajo del muelle, y el humedo
viento salado que sopla de mar afuera a la
hora en que la noche sube mantenía las lan-
chas cercanas en un continuo cabeceo, todos
los lancheros se habían ido ya, solamente
el viejo tio Lucas, que por la mañana se
estropeara un pie al subir una barri-
ca a un carretón y que aunque cojin
cojeando había trabajado todo el día,
estaba sentado en una piedra y con la
pipa en la boca veía triste el mar.
–¡Eh, tio Lucas¡ ¿–se descansa? –Si, pues,
patroncito– y empezo la charla esa
charla agradable y suelta que me pla-
ce entablar con los bravos hombres
toscos que viven la vida del trabajo
fortificante el que dá la buena salud
y la fuerza del musculo, y se nu-
tre con el grano del poroto y la
sangre hirbiente de la viña, yo veia
con cariño aquel rudo viejo y le
oia con interés.
Ruben Dario
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