Rafael Alonso Solís

     En legítimo contraste con la autocomplacencia que impregna el discurso que le escribieron este año al rey, España dista de ser una democracia moderna “donde cualquier ciudadano puede pensar, defender y contrastar, libre y democráticamente, sus opiniones e ideas”. La brecha consolidada en Cataluña entre dos bandos de difícil reconciliación es un ejemplo del fracaso de la política. La construcción de un escenario en el que las personas de determinados estratos sociales están parcial o totalmente excluidas del reparto –inmigrantes, jóvenes, mujeres, pensionistas o habitantes de la precariedad– constituye un indicio de que la débil textura que lo sostiene todo se adelgaza, acaso debido a la mala calidad del hilo o a la torpeza del servicio de costura. Alguien debería explicarle al monarca que en el paisaje de “una convivencia que asegure la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político”, el actor que sobra y no encaja es él, un personaje diseñado por el dictador, cuya función ha sido garantizar la continuidad del régimen a través de la endogamia implícita en la institución que representa la corona. Un régimen que ya contenía en su genoma las moléculas elementales de la corrupción, en virtud de las cuales sigue funcionando gracias a las mismas ecuaciones fundamentales. Hay –qué menos– algún párrafo en las referencias a Cataluña del huesped de la Zarzuela que apunta anhelos de corrección política, pero que llega tarde y no es creible, tras haber alentado el enfrentamiento y encabezado a uno de los bandos. Al final, como buscando adornarse en el remate, el editor que elabora los pensamientos borbónicos ha concluido que “la defensa del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático no son problemas menores ni secundarios”. ¿Era necesario repetir esta obviedad de beato, muestra de la influencia del más genuino estilo marianista? Para él puede que sí, porque, cada año, el discurso monárquico no es otra cosa que una sucesión de tópicos engarzados por una prosa que, en el fondo, tiene su origen en las montañas nevadas y rezuma esa mezcla indigerible de espíritu castrense y lecturas escogidas por sus maestros en politología. Pero ésa es la única función del rey, por la que se le paga la nómina y aparece en los presupuestos: apuntalar con el suyo el discurso del gobierno de turno. Sin que se lo hayamos pedido. Sin que nos hayan preguntado qué opinamos al respecto. Sin que, año tras año, sirva para nada, quedándose limitado a una especie de comentario de texto, en el que, según nos haya tocado en la partida, algunas lumbreras descubrirán su discreta equidistancia y alabarán su prudencia, mientras que otras repetirán –o repetiremos, por qué no– que tanto el rey como su discurso son prescindibles, por lo que hace tiempo que no lo escuchamos en directo, sino que lo leemos al día siguiente, en la plácida soledad de la resaca, casi sin esfuerzo por su endeble andamiaje intelectual, a pesar de su escaso lirismo y a sus maneras de mediocre actor de alta comedia.Artículos históricos relacionados:

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