Ángel Aguado López, 24 de marzo de 2021, Primavera.

Margarita, está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar; tu acento: Margarita 1, te voy a contar un cuento…

Rubén Darío, el Príncipe de las Letras Castellanas, el gran Félix Rubén García Sarmiento, que maravilló a una extraordinaria pléyade de escritores, la Generación del 98, con su labia modernista y brillante, con su espléndida pose de varón rutilante, con su genio ambarino de perfumes galantes, de perfil apolíneo, de poeta gigante. Un terremoto sacudió las letras españolas con su llegada a Madrid, en 1892, unas letras, unas mentes, unas almas y un país aturdidos por el desastre que se fraguaba en ultramar y que asistieron, asombrados, al torrente de genialidad con el que, el gran Rubén Darío, desembarcó en la prosa y revolvió la poesía, el idioma, suyo el tambor vencedor, portento, volcánico amor, helénico Apolo, atlante narciso, que elevó a los poetas derrotados, a todos aquellos huidos del verbo, a los huérfanos mudos, a la cumbre radiante, al elíseo dorado del amor del idioma triunfante. AZUL fue un acontecimiento sísmico inesperado en el panorama de las letras castellanas. Aquel atolondrado mundo literario de la Restauración se refrescaba con perfumes de odaliscas, de elefantes, de azahares de frambuesas, de amores profanos, venéreos y de fantasías eróticas a las que el academicismo secular mesetario no estaba acostumbrado. Azul quedó todo, Azul Darío.

Viajero, diplomático, cronista de una época, romántico empedernido y enamoradizo contumaz. La mujer, sus mujeres, sus amoríos dispersos —…Ella de la hembra humana fuera ejemplar augusto; Ante su rostro olímpico no habría rostro adusto; Las Gracias junto a ella quedarían confusas, Y las ligeras Horas y las sublimes Musas…—, su matrimonio oscuro allá en Nicaragua, su encuentro estruendoso con Francisca Sánchez en La Casa de Campo, el parque madrileño vedado al público y donde se ejercitaba en la hípica el joven Rey Alfonso XIII. Ahí, guiado por

Este gran don Ramón de las barbas de chivo, cuya sonrisa es la flor de su figura…

ahí conoció, en 1899, a la hija de los guardeses, una joven Francisca atractiva, humilde y analfabeta que atrajo de inmediato la atención del poeta, que la enseñó a leer y la paseó por Europa y de cuyo amor nacieron cuatro hijos, relación que duró hasta su muerte, a pesar de que su mujer, Rosario Murillo, nunca le concediera el divorcio.

Dos imágenes del lago de la Casa de Campo, donde Rubén Darío conoció a Francisca Sánchez.


Sería con Francisca Sánchez con la que viajaría a Mallorca en 1907, alojándose en la Cartuja de Valldemossa, en los mismos salones que albergaron en el invierno de 1838-1839 a Frédéric Chopin y Georges Sand, una pareja disoluta para la moralidad rural de la isla. Y de allí se extrae el cuento inédito que se detalla más abajo: El Fardo, escrito a vuelapluma, sin correcciones ortográficas, quizás mientras ojeaba en algún rincón de la Cartuja los paisajes impresionistas de Santiago Rusiñol.

Y conoció en París a Antonio Machado, en 1907, al que le unió una gran amistad y admiración mutua. Y fue allí, después, en 1911, cuando ayudó económicamente al poeta, bueno en el buen sentido de la palabra bueno, a repatriar a su jovencísima esposa, Leonor, aquella paloma que apenas levantó su vuelo infantil cayó de muerte herida por la tuberculosis.

Francisca Sánchez, sentada, con su hijo Rubén Darío, «Guicho»

Y lejos falleció de Francisca, aunque aún enamorado, pues partió hacia su América natal, pacifista irredento, al estallar la 1ªGM con la esperanza ilusa de sembrar la paz en los hombres y que fructificara el amor en aquella sociedad convulsionada por la tragedia. Sus últimos años, devorado durante décadas por la depresión y el alcohol, dañaron gravemente su existencia, no llegó al medio siglo, falleció en 1916, aunque sus letras, su rumbo inmortal se mantiene enérgico e irradia de color, azul, y de calor, rojo, la imaginación de los poetas que leen a diario sus versos en los bancos, bajo la primavera que se anuncia en cada esquina.

Paisaje de Mallorca, Santiago Rusiñol, 1911.

1 Margarita Debayle era una niña, entonces de seis años, hija del médico de familia Louis Henri Debayle Pallais —un patricio nicaragüense que atendía y era amigo fervoroso de Rubén Darío— y hermana pequeña de Ana Salvadora Debayle, la que fuera esposa de Tacho Somoza y madre de Anastasio “Tachito” Somoza, el feroz dictador nicaragüense derrotado por los sandinistas en 1979 y asesinado con una granada antitanque en 1980, en Asunción, Paraguay, por un comando montonero argentino. La avenida donde fue “ejecutado” Tachito Somoza llevaba entonces el nombre de Avenida del General Franco, siendo Stroessner, el general que gobernaba con mano de hierro Paraguay. Cuarenta y un años después de aquello, gobierna Nicaragua una revolución comandada por otro dictadorzuelo: Daniel Ortega. Margarita Debayle (1900-1983) alcanzó la inmortalidad por los versos de Rubén Darío.


Y sirva este epígrafe como homenaje a Manolo Alcalá, periodista de TVE, que entrevistó, tras el seísmo que asoló a Managua, el 23 de diciembre de 1972 —6,2 en la escala de Richter, 19.300 muertos—, al general Tachito Somoza. Tachito contestaba despectivamente, casi con desprecio mientras zampaba a dos carrillos golosinas, a aquel insolente reportero español que preguntaba sobre el destino de la ayuda que el pueblo de la “madre patria” había recaudado para el pueblo hermano nicaragüense. Aquella ayuda que Tachito desvió a Miami, a México, a Texas, a Suiza. Manolo Alcalá, un grande del periodismo hoy olvidado, quizás leyera en su infancia al gran Rubén Darío. Hijos los dos de la poesía.

Este gran don Ramón de las barbas de chivo,

cuya sonrisa es la flor de su figura,

parece un viejo dios, altanero y esquivo,

que se animase en la frialdad de su escultura.

El cobre de sus ojos por instantes fulgura

y da una llama roja tras un ramo de olivo.

Tengo la sensación de que siento y que vivo

a su lado una vida más intensa y más dura.

Este gran don Ramón del Valle-Inclán me inquieta,

y a través del zodíaco de mis versos actuales

se me esfuma en radiosas visiones de poeta,

o se me rompe en un fracaso de cristales.

Yo le he visto arrancarse del pecho la saeta

que le lanzan los siete pecados capitales.

(Soneto de versos alejandrinos con un hemistiquio ligeramente osado en el verso cuarto. Análisis de Emilio Pascual, el Príncipe de las Letras Segovianas.)


El Fardo

Aún lejos, en la línea como trazada
por un lápiz azul que separa las
aguas y los cielos, se iba undiendo el sol
con sus polvos en oro y sus torbellinos de
chispas purpuradas, como un gran disco
de hierro candente.
Ya el muelle fiscal había quedado en
quietud, los guardas pasaban de un puesto
a otro las gorras metidas hasta las cejas
dando aquí y alla sus vistazos, inmo-
vil el enorme brazo de los pescantes el agua
murmuraba debajo del muelle, y el humedo
viento salado que sopla de mar afuera a la
hora en que la noche sube mantenía las lan-
chas cercanas en un continuo cabeceo, todos
los lancheros se habían ido ya, solamente
el viejo tio Lucas, que por la mañana se
estropeara un pie al subir una barri-
ca a un carretón y que aunque cojin
cojeando había trabajado todo el día,
estaba sentado en una piedra y con la
pipa en la boca veía triste el mar.
–¡Eh, tio Lucas¡ ¿–se descansa? –Si, pues,
patroncito– y empezo la charla esa
charla agradable y suelta que me pla-
ce entablar con los bravos hombres
toscos que viven la vida del trabajo
fortificante el que dá la buena salud
y la fuerza del musculo, y se nu-
tre con el grano del poroto y la
sangre hirbiente de la viña, yo veia
con cariño aquel rudo viejo y le
oia con interés.