Agustina de Champourcín

El género epistolar.  Vincent escribiendo decenas, cientos de cartas a su hermano Theo, su consuelo, la tabla de salvación de aquel loco maldito. Tres cuadros vendió en su vida. El muchacho frente al océano inmenso, allá en su garita, el recuerdo de su novia, tan lejos ella, ellos: Margarita, está linda la mar y el aire lleva esencia sutil de azahar, tu acento… Margarita, te voy a escribir una carta de amor…

 35000 escribió don Miguel de Unamuno a lo largo de su vida, no todas de amor, que sí lo hizo, enamorado, deseando a su novia Concepción durante aquel viaje juvenil con su tío: Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza, de 1889. Tenía 25 añitos, ¡cómo iban a ser castas! Después tuvieron nueve hijos. Y alguna denunciando el terror franquista que le costó la vida, la última visita que recibió, del falangista Bartolomé Aragón, ignoto personaje presente, ¡Presente! en su muerte. Aquella que escribió al ABC de Sevilla, el 11 de diciembre, apenas veinte días antes de morir: «… debo decirle [al director, Juan Luca de Tena] que por muchas que hayan sido las atrocidades de los mandos rojos, los hunos, son mayores las de los blancos, los hotros. Asesinatos sin justificación. A dos catedráticos, a uno en Valladolid y a otro en Granada por si eran masones. Y a García Lorca…». Cartas a Azorín, a Rubén («Hay que ser justo y bueno», tituló una carta de homenaje al poeta tras su muerte, en 1916), a doña Emilia, a las mujeres poetisas, no a las poetas hombre, con las que se debilitaba su emoción. Cartas que recibió de los Machado, muchas, cuyas respuestas se han perdido con el trajín del tiempo y las condenas de los exilios, que aparecen de repente en la almoneda de los mercaderes que comercian con los sueños ajenos.

Antonio y Manuel Machado, los hijos de Demófilo, el pretendiente folklorista del ingenio literario de doña Emilia, noviembre de 1883. Los Machado, vidas atribuladas por la tragedia nacional. Antonio, la humildad de siempre, la modestia, el sufrimiento perpetuo de su alma, la pérdida de su ser más querido, Leonor. Rubén les ayudó económicamente, en 1911, a regresar al hogar soriano desde París, herida de muerte su esposa-niña. Escribe Antonio a Unamuno una epístola dolorosa para ahogar sus penas, agonizando ella en la alcoba próxima. Y desnuda en sus misivas su espíritu patético marcado por el desenlace: «El hombre que habla como un libro es incapaz de escribir un libro que hable sobre el hombre». O aquella otra, la número 69, donde confiesa que: «Empiezo a comprender el valor de las cartas: en ellas se dice lo que se siente, fuera del ambiente social, donde ni el hombre se oye a sí mismo ni oye a su prójimo». ¡Ay, don Antonio! Nunca descendió de la edad de la inocencia. Y Manuel cabizbajo, a la sombra siempre, reconoce “el enorme talento literario de mi hermano Antonio y su libro Soledades”. Y le pide favores, que escriba don Miguel opiniones encomiables para sus libros, recomendaciones para publicar en los periódicos de Ortega Munilla, el padre de don José Ortega y Gasset. Y se ve a un don Manuel marcado por la presencia gloriosa de su hermano, subyacente a su figura, que después, amenazado por el terror del fascio, se verá obligado a vender su existencia por un plato de lentejas. Y a veces las ideas de todos son más contundentes en las cartas que en los textos. Y el mismo don Miguel, enriscado en algún debate teosófico duda de la autoría de su pensamiento: «Pero esto, ¿quién lo ha escrito, Machado o yo?».

Pollux Hernúñez, salmantino, investigador erudito y doctor en Unamuno lleva años persiguiendo la huella de don Miguel y los avatares temporales que soplaron su derrotero por los procelosos años que le tocó vivir. Una época terrible de la historia que le condenó al rechazo o al reconocimiento extremo de las dos Españas, que don Miguel afrontaba impasible, serena la mirada, firme su voz desde el rompeolas de su nao capitana en la que navegaba su azaroso batallar. Si antes Pollux se interesó por los viajes juveniles parisinos de don Miguel, o indagó, sabueso de Scotland Yard, en aquel terrible episodio del Día de la Raza, 12 de octubre de 1936, Unamuno levantando su voz contra Pemán, contra el tullido, también de cerebro, Millán Astray, ¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia! pregonaba en un graznido de sarro el coronel, contra todo el falangisterio cavernícola que le amenazó con la hoguera en aquel bufido patriótico de la universidad, retirándose a su exilio interior, a la próxima muerte, protegido por el brazo de la Franca, ahora, Pollux, decíamos, se ha sumergido en las cartas conocidas de los hermanos Machados, una labor prolija de años de buceo. El fruto es este libro: Los Machado y Unamuno: Cartas, editado por Oportet Editores, recopilación de las epístolas íntimas que intercambian los tres escritores donde se desmenuza un tiempo y unos hombres víctimas de las circunstancias, aquellas que apuntaba el hijo de Munilla, el filósofo don José. Un trabajo hercúleo que ahora sale a la luz incluyendo textos relacionados con ellas, y añadiendo notas documentales, una bibliografía esencial, un índice onomástico general, y la reproducción fotográfica de varias cartas.

Pollux Hernúñez en la presentación del libro el pasado 28 de noviembre. Foto de Manuela Lozano.

En estos tiempos de prisas, de mensajes de 144 matrices, de abandono de los libros y de los periódicos, de las falsas noticias que anulan la crítica colectiva o convierten a la opinión pública en un campo abonado para el sistema, esa confabulación que ha encontrado en la tecnología el soma adormecedor del populacho, el pan y el circo del gran hermano, el aturdimiento colectivo a través de una pantalla de un teléfono móvil, ahora conviene reflexionar y hacer un alto en el camino. Y enfrentarse a la turbamulta de la estulticia con la valentía con la que se enfrentó Unamuno aquel 12 de octubre, a la caverna falangista. Hazme un sitio en tu montura, caballero derrotado. Y releer las reflexiones de los Machado. El género epistolar. Ese que ya no se practica. Quizás aún haya algún centinela que desde su garita escriba cartas de amor a una novia lejana, cercana en su corazón, como don Antonio, como don Manuel, como don Miguel enamorados: “Ya que lejos de mí vas a estar, guarda, niña, un gentil pensamiento al que un día te quiso contar un cuento”.

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