Rafael Alonso Solís
Ahora está de moda sentir simpatía por el Atlético de Madrid, pero hubo una vez en que para reconocerse en aquellos colores había que echarle cierto atrevimiento. Sobre todo cuando uno era un niño que cada lunes se veía rodeado de merengones convencidos, que tal vez no habían visto un partido de fútbol en su vida, pero se apuntaban a un fácil seguidismo de vencedores. Durante el recreo, aquella masa amerengada se apropiaba de los nombres de Rial, Kopa, Puskas, Gento y, por supuesto, de Di Stefano, un canchero más chulo que un ocho, que jamás perdió su acento porteño, ni siquiera para bailar el chotis. Aún no había televisión, pero el NODO solía mostrar a los madridistas recogiendo copas de Europa, junto a la sonrisa de satisfacción de aquel viejo milico que se condecoraba a sí mismo y que recorría todos los años la Gran Vía rodeado de moros a caballo, mientras la gente le gritaba Franco-Franco-Franco. Y uno no sabía si le recordaban su nombre o le insultaban. Por eso me hice del Atleti. Porque, desde mi infantil ingenuidad, tenía la sensación de que eran los míos, y sin saber que había clases sociales, comenzaba a tener la sospecha de que ésa –fuese lo que fuese– era la mía. Como si unos representasen al hombre blanco, rico, católico, apostólico y romano, y los otros fuesen una pandilla de desarrapados, que ni siquiera podían comprarse camisetas de algodón impoluto y tenían que fabricárselas con retales de colchón. Los primeros jugaban en un estadio grande y lujoso, situado en zona nacional, que pronto cambiaron por otro más grande. Los segundos lo hacían en el Metropolitano, cerca de Cuatro Caminos, que, además de ser más pequeño, al principio estaba arrendado y lo compartían con otros equipos del foro. Ya casi no me acuerdo de los primeros jugadores rojiblancos –en el NODO salían mucho menos–, y hace unos días José Luis Doreste me ha recordado a dos artistas canariones, como Rafael Mújica y Alfonso Silva, que formaron parte de la plantilla atlética a finales de los cuarenta, y que creo coincidieron por el estadio de Reina Victoria con otros futbolistas canarios, como Farías, Durán o Torres. En realidad, no tenía elección. Ante aquel alarde merengue de cada lunes, la única rebeldía posible era hacerse del Atleti con todas sus consecuencias, y acostumbrarse a sufrir, a pasar alguna temporada en el infierno y a encajar goles en los últimos minutos, con la guardia baja y la ilusión despistada. No importaba. Cada caída se sentía como un estímulo para levantarse de nuevo y repetirse que Collar tenía más clase que Gento, sólo que el cántabro corría mucho –así ya se podía, joder–, que a Peiró nos lo levantó el Torino en su momento más dulce, o que Jorge Mendoza era más elegante que cualquier blanco, pero algo frío de cuello. Al fin y al cabo, los del Atleti no necesitamos ganar y nos basta con serlo. Aunque ganar debe ser la hostia.

De pie: Reina, Ovejero, Benegas, Heredia, Adelardo, Becerra. Agachados: Capón, Luis, Ayala, Irureta y Gárate. Temporada 1973/74.
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En general cada ciudadano honra, simpatiza, ama o suspira por el equipo de su barrio, pueblo o ciudad, pero además, por el Real Madrid o el Barcelona; unas veces delante y otras detrás. En un segundo escalón podríamos meter al Atleti y al Valencia. Antiguamente el Bilbao también era el primero o el segundo amor de muchos aficionados. La razón o razones por las que somos (o nos hacemos) de uno u otro equipo de fútbol es tan personal como lo es cada quien, y tan variada como las plantas de un jardín botánico. La familia, el colegio, los amigos… el entorno en general suele contribuir decisivamente en nuestra inclinación, pero no son pocas las veces en que una insignificante o pintoresca anécdota hace que tal o cual equipo termine siendo el de nuestros desvaríos, por el que estamos dispuestos a batirnos con quien sea en su defensa.
Vg.: Con ocho añitos a Manolo le tocó el Bilbao «echando a pies» para jugar al fútbol con chapas en el colegio. Hoy Manolo, que es el peluquero de mi barrio, se parte el alma por el glorioso Athletic de Bilbao.
Mi primo Alfonso se hizo del Sporting porque Marquitos (Real Madrid) estropeó la quiniela a mi tío, impidiendo un gol del Gijón. «¡Este cabrón de Marquitos me ha jodido los catorce!», había bramado mi tío. Este año he visto llorar a mi primo Alfonso cuando el Sporting consiguió la permanencia.
Merche odiaba a su padre, que era acérrimo seguidor del Madrid, así que Merche se hizo atlética y simpatizante del Barça.
Sé de aficionados que optaron por equipos rivales esgrimiendo la misma razón política(?), algo parecido a lo que nos cuenta el señor Alonso en su última petenera. Me quedo con ese estupendo final: No necesitamos ganar, con ser del Atleti nos basta, aunque ganar debe ser la hostia.
¡GENIAL!
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