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La ciencia española sufre de melancolía desde la guerra civil. Fue eso lo que impidió el lógico florecimiento que debía acompañar a una educación laica, inspirada por las iniciativas republicanas y acunada por el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Hay quien dice –lo decía Ochoa– que Juan Negrín era el científico más brillante de su generación, y uno de los primeros en hacer transferencia de conocimiento y tecnología mucho antes de que esos conceptos se incluyesen en los discursos políticos y se explicasen en los libros amarillos que se venden en los aeropuertos.

Juan Negrín, fisiólogo y profesor, presidente del Gobierno de la República

Juan Negrín, fisiólogo y profesor, presidente del Gobierno de la República

Pero Negrín tuvo que dedicar sus mejores años a otra cosa, y si la guerra se cargó a una generación, la posguerra lo hizo con las siguientes, dejando la educación en manos de curas y monjas, y la explicación de los misterios de la naturaleza limitada a las simplezas interesadas del catecismo. Cuando a Franco le dio por pensar en la ciencia la puso en manos del Opus Dei y de los propagandistas. Como ha explicado Gregorio Morán en su libro más reciente, no ya la cultura de la posguerra, sino la que emerge tímidamente a partir de los sesenta, ha sido el resultado de un pacto entre chivatos y mandarines, unos porque vivían del estraperlo literario y otros porque, en lugar de aprender idiomas y viajar al extranjero, empleaban el fin de semana para rezar el rosario en familia. La gran aportación del franquismo al desarrollo científico fue la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, “el mayor organismo público de investigación de España”, tal como dice su afirmación promocional.

Investigador frente a un microscopio electrónico en el CSIC.

Investigador frente a un microscopio electrónico en el CSIC.

Hay que reconocer que el mandato de los curas pasó en buena hora, pero la angustiosa situación del CSIC constituye el ejemplo más dramático del maltrato que la clase política ha ejercido sobre la ciencia española, dificultando el desarrollo de la misma competitividad que le exigen en sus discursos. Hace unos días, durante la reunión de los Centros de Excelencia Severo Ochoa celebrada en La Palma, cuatro directores o ex directores de centros del CSIC denunciaban el estado caótico de la institución y su situación insostenible, rogando que el fuego que lo arrasa se avivase con la fuerza suficiente, con objeto de poder construir sobre sus cenizas.

Microscopio Ernest Leitz Wezlar utilizado por Santiago Ramón y Cajal

Microscopio Ernest Leitz Wezlar utilizado por Santiago Ramón y Cajal

Pero el CSIC sólo es la punta del iceberg. La pésima educación de la mayoría de los políticos, su carencia de cultura científica y su imposibilidad para mirar más allá del corto plazo en el que se desenvuelven sus intereses, los hace incapaces de otra cosa que repetir un discurso vacío, que no comprenden ni tiene para ellos significado alguno, mientras fabrican con denodada afición científicos en paro. Cada responsable le pasa la culpa al superior, los gobiernos autonómicos al central y las autoridades académicas a los gobernantes regionales. En todos los niveles de la cadena de mando se repiten ciertos mantras de fácil retención –atracción de talento, internacionalización, innovación o transferencia–, pero la falta de oficio hace que se queden siempre para la siguiente legislatura.

Rafael Alonso Solís

La Opinión de Tenerife

(Rafael Alonso Solís es médico y profesor de Fisiología en la Universidad de La Laguna)