En Baltimore Oeste los gánsters ocultan los cadáveres en pisos vacíos, los cubren de cal viva y sellan las tumbas con pistolas de clavos. Aunque se sepa que están dentro, para que se inicie la investigación oficial es preciso que lo autorice la cadena de mando, y eso incluye muchas estaciones de relevo y el encaje de bolillos de diferentes despachos. La maraña de las administraciones puede mantener los muertos en depósito durante años, al menos hasta que los vaivenes del presupuesto y los intereses electorales permitan una mirada específica hacia una zona determinada del crimen organizado. Mientras tanto, los matones campan a sus anchas y los fiambres salen de noche, cuando la luz del sol no irrita la piel de los zombis y los yonquis recogen los restos de los envases en las esquinas de los supermercados.
En la España de Rajoy la precariedad en el empleo mata el hambre y las ilusiones con rosarios a la Virgen, mientras que Amancio Ortega se hace más rico para satisfacción de Marhuenda, que lo glosa entusiasmado en cuanto tiene ocasión. En la España de Rajoy la investigación científica yace congelada en los enormes contenedores en que se han convertido los Organismos Públicos de Investigación, cubierta de cal, atrapada en leyes diseñadas para mantener las estadísticas que se presentarán en Bruselas, mientras los investigadores hacen fotocopias y rellenan informes para demostrar que no son delincuentes, adaptan el formato de sus currículums a la moda del último equipo que ocupa la subsecretaría, y firman con letras minimalistas los billetes de metro o autobús para documentar sus movimientos por las universidades de la vieja Europa. Al fin y al cabo se trata de las sofisticadas técnicas que la CIA explica en sus manuales de sabotaje administrativo, recomendando el uso de la burocracia como arma letal. La vida es igual en Baltimore que en cualquier universidad española, si hacemos abstracción de las categorías y adaptamos el umbral de la reflexión, o lo ponemos, al menos, justo por encima del nivel de la caquexia intelectual. Hay una distancia entre el discurso de quien dice querer combatir el crimen y amaña la cuenta de los cadáveres con objeto no aumentar las patrullas, entre el de quien proclama la necesidad de incrementar el número de patentes y reduce el número de investigadores capaces de iniciar la ciencia básica que pueda generarlas, entre el de quien pretende mejorar los indicadores en la producción de doctores atendiendo simplemente al número de tesis leídas, sin considerar la calidad de las mismas. Algo así como si para elevar la capacidad goleadora de un equipo de fútbol se redujese el diámetro de los balones o se aumentase el tamaño de las porterías. La novela y el cine negros han sido un excelente trasunto de la sociedad, gracias a la sensibilidad de sus autores. Ahora, ciertas series de televisión son frescos magníficos de la vida que nos rodea. Hace tiempo que los zombis están entre nosotros y los cadáveres comienzan a poblar las aulas.
Rafael Alonso Solís
La Opinión de Tenerife, 4 de noviembre de 2015
(Rafael Alonso Solís es médico y profesor en la Universidad de la Laguna)
La ciencia española sufre de melancolía desde la guerra civil. Fue eso lo que impidió el lógico florecimiento que debía acompañar a una educación laica, inspirada por las iniciativas republicanas y acunada por el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Hay quien dice –lo decía Ochoa– que Juan Negrín era el científico más brillante de su generación, y uno de los primeros en hacer transferencia de conocimiento y tecnología mucho antes de que esos conceptos se incluyesen en los discursos políticos y se explicasen en los libros amarillos que se venden en los aeropuertos.
Juan Negrín, fisiólogo y profesor, presidente del Gobierno de la República
Pero Negrín tuvo que dedicar sus mejores años a otra cosa, y si la guerra se cargó a una generación, la posguerra lo hizo con las siguientes, dejando la educación en manos de curas y monjas, y la explicación de los misterios de la naturaleza limitada a las simplezas interesadas del catecismo. Cuando a Franco le dio por pensar en la ciencia la puso en manos del Opus Dei y de los propagandistas. Como ha explicado Gregorio Morán en su libro más reciente, no ya la cultura de la posguerra, sino la que emerge tímidamente a partir de los sesenta, ha sido el resultado de un pacto entre chivatos y mandarines, unos porque vivían del estraperlo literario y otros porque, en lugar de aprender idiomas y viajar al extranjero, empleaban el fin de semana para rezar el rosario en familia. La gran aportación del franquismo al desarrollo científico fue la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, “el mayor organismo público de investigación de España”, tal como dice su afirmación promocional.
Investigador frente a un microscopio electrónico en el CSIC.
Hay que reconocer que el mandato de los curas pasó en buena hora, pero la angustiosa situación del CSIC constituye el ejemplo más dramático del maltrato que la clase política ha ejercido sobre la ciencia española, dificultando el desarrollo de la misma competitividad que le exigen en sus discursos. Hace unos días, durante la reunión de los Centros de Excelencia Severo Ochoa celebrada en La Palma, cuatro directores o ex directores de centros del CSIC denunciaban el estado caótico de la institución y su situación insostenible, rogando que el fuego que lo arrasa se avivase con la fuerza suficiente, con objeto de poder construir sobre sus cenizas.
Microscopio Ernest Leitz Wezlar utilizado por Santiago Ramón y Cajal
Pero el CSIC sólo es la punta del iceberg. La pésima educación de la mayoría de los políticos, su carencia de cultura científica y su imposibilidad para mirar más allá del corto plazo en el que se desenvuelven sus intereses, los hace incapaces de otra cosa que repetir un discurso vacío, que no comprenden ni tiene para ellos significado alguno, mientras fabrican con denodada afición científicos en paro. Cada responsable le pasa la culpa al superior, los gobiernos autonómicos al central y las autoridades académicas a los gobernantes regionales. En todos los niveles de la cadena de mando se repiten ciertos mantras de fácil retención –atracción de talento, internacionalización, innovación o transferencia–, pero la falta de oficio hace que se queden siempre para la siguiente legislatura.
Rafael Alonso Solís
La Opinión de Tenerife
(Rafael Alonso Solís es médico y profesor de Fisiología en la Universidad de La Laguna)