Dinastías

Rafael Alonso Solís (31 de diciembre de 2020)

Revisando las columnas que uno ha dedicado a la monarquía durante los últimos siete años –en los anteriores no se tocó ese palo, o fueron referencias marginales– se aprecian dos circunstancias: que la primera corresponde a agosto de 2014, un par de meses después de la coronación del actual ocupante del trono, y que, a pesar de esa efemérides, en las anteriores a esta jamás hubo un comentario directo sobre Felipe VI, tal vez por falta de historia aún, refiriéndose mayoritariamente a su padre, a la institución o a la dinastía de la que forma parte, y que lleva reinando en España algo más de tres siglos, con viajes de ida y vuelta como consecuencia de la alternancia entre decisiones democráticas y reinstauraciones impuestas por militares facciosos.

En lo que se refiere al anterior monarca ya está dicho casi todo lo que se puede decir, en particular que los indicios sobre buena parte de su vida golfa se han convertido en hechos incontrovertibles, y que no hay duda de que utilizó la posición en la que se le ha mantenido bajo un manto protector y un acuerdo de silencio para hacerse un patrimonio para el futuro, con el mismo descaro y afición al desfalco que sus antecesores y antecesoras en la jefatura de la saga de la que forma parte. Del resto, aún existiendo suficientes evidencias –o sospechas razonables, si se quiere– de que sus presuntos delitos podrían facilitarle la estancia en una institución carcelaria, el eufemístico pacto constitucional actúa de candado e impide que la igualdad ante la ley –muy citada, sin rubor, por los propios monarcas y sus palmeros– no sea otra cosa que retórica de alcanfor. El rey ha sido y es inviolable e irresponsable, y este país no iniciará un auténtico tránsito a la normalidad democrática hasta que la mayoría de las fuerzas políticas que juegan la partida no asuman la intolerabilidad moral de ese legado, procedente de la reinstauración franquista.

En este punto, ¿es posible decir algo nuevo sobre el mensaje navideño emitido por Felipe VI, tan esperado por la afición y tan jaleado por las posiciones más conservadoras y reaccionarias? Pues no, porque no ha sido mucho más que el recitado de un texto, con el estilo hierático y acartonado de un actor que interpreta a un rey. Un rey que repite un discurso, tan previsible y plagado de obviedades como el del modelo que conocíamos, y con una vaga mención a principios morales y éticos como única referencia implícita a la ausencia de ellos en el caso de su antecesor; tal vez lo único que puede hacer una figura con sus orígenes. Escaso contenido, pero más que suficiente para los autores del mantra de que «la corona es el último obstáculo para evitar que la España constitucional se convierta en una España plurinacional y confederal», y para quienes se ponen rijosos con el ruido de los fusiles. Más allá de las disculpas que no se han pedido, los delitos que no se han investigado y de la sutil equiparación de una dictadura con un régimen democrático, en esa referencia a «un largo período de enfrentamientos y divisiones˝, la jefatura del Estado no puede ser un poder procedente de la herencia y, en última instancia, de un arcaico mandato divino. Y es que la única monarquía renovada admisible se llama república. Ánimo, Felipe.


Hechos probados

Gabriel de Araceli (31 de diciembre de 2020)

Además de a sus amantes, Alfonso XIII (hijo póstumo de Alfonso XII y rey desde su nacimiento en Madrid, el 17 de mayo de 1886-Roma,1941) dispensaba una especial consideración a sus generales. Sobre todo a los africanistas, como el general Fernández Silvestre. Un tío con un par, herido de guerra infinidad de veces en su dilatada carrera militar y que fue ayudante del egregio monarca desde 1915 hasta 1919.

Alfonso XIII y Primo de Rivera, fecha indeterminada.

 Manuel Fernández Silvestre capitaneaba las tropas de ocupación del protectorado de Marruecos que sufrieron la tragedia de El Desastre de Annual, en julio de 1921. Entre 10000 y 12000 soldaditos españoles, soldaditos valientes, perdieron la vida en aquella catástrofe defendiendo los intereses de la Compañía Española de Minas del Rif, una empresa propiedad de los grandes terratenientes de la patria, entre ellos el Conde de Romanones y las familias del Conde Güell y del Marqués de Comillas, y en la que tenía participación el propio monarca. La investigación que se originó tras el desastre —dirigida por el general Juan Picasso, tío del pintor—, el Expediente Picasso, dilucidaba las responsabilidades del monarca y los terribles fallos del ejército español en la trasmisión de órdenes y tácticas militares aplicadas. Sin embargo, cuando iba a ser presentado en el parlamento y el escándalo amenazaba la monarquía, un golpe de estado propiciado por el general Miguel Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923, evitó que la opinión pública conociera las responsabilidades de su majestad. Alfonso XIII rápidamente rechazó sus obligaciones constitucionales y abrazó la causa de Primo de Rivera, al que, en un viaje a Italia, en noviembre de 1923, llamó en presencia del rey Víctor Manuel III “mi Mussolini”, tal era el fervor que por las causas militares profesaba su majestad borbónica. A la dictadura (septiembre 1923-enero1930) de Primo de Rivera siguió la dictablanda (hasta febrero de 1931) de Dámaso Berenguer, otro general implicado en el Desastre. Y todo aquello acabó poco después con la proclamación de la II República y la huida, el 14 de abril de 1931, de Alfonso XIII a Italia. Era la tercera vez que un Borbón se fugaba del reino. Fuga en toda regla, pues incluso el monarca abandonó a su libre albedrío a su familia real.

Pero no fueron estos los únicos hitos colosales de su reinado protagonizados por los militares en nombre del rey. «En el barranco del Lobo hay una fuente que mana sangre de los españoles que murieron por España. Alla en el Barranco del Lobo, allá en tierra africana con sangre y fuego está escrito el santo grito de viva España» contaban varias tonadillas populares sobre otro sangriento suceso del que fue objeto el ejército español. Sobre todo la tropa de reemplazo, que sufrió en sus carnes más de 100 muertos en julio de 1909 defendiendo los intereses mineros y colonialistas, la Entente Cordiale entre Inglaterra y Francia, a los que España se había sumado en 1904, tras la pérdida de su imperio de ultramar en 1898: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. A la par que aquella primera catástrofe lobuna, del 26 de julio al 2 de agosto de 1909, Barcelona vive una “Semana Trágica” que acabará con la vida de 78 personas y un rechazo al gobierno conservador de Maura y a la figura del rey Alfonso XIII.

Alfonso XIII en Londres, 1932, libre de obligaciones con el reino y bien acompañado.

Y quizás como venganza por una anterior vejación no resuelta, el atentado perpetrado por el anarquista Mateo Morral contra los reyes el día de su boda, el 31 mayo de 1906, el ejecutivo conservador de Antonio Maura fusiló el 13 de octubre de 1909, al pedagogo libertario Francisco Ferrer Guardia, el Dreyfus español, acusado con pruebas falsas de formar parte de los revoltosos de la Semana y al que se tenía como modelo de Morral. Un hecho que provocó protestas internacionales y le costó a Maura la dimisión. Hay que decir que el general Fernández Silvestre, del que nunca se encontraron sus restos, tiene una calle en Madrid con su nombre.

Otros hechos destacados del reinado de Alfonso XIII fueron los siete hijos que tuvo en su matrimonio, a los que hay que añadir cinco más extramatrimoniales: uno con una aristócrata francesa, dos con una actriz de teatro y otros dos con sendas nannys al servicio de su princesita inglesa —una minucia, al fin y al cabo, si se compara con los 24 embarazos que sembró su tatarabuelo Carlos IV en el vientre de la reina María Luisa de Parma—. Ah, y su afición al cine pornográfico, del que se declaró rendido admirador, produciendo bajo el amparo del Conde de Romanones numerosas películas guarras en los bajos fondos de Barcelona, donde la Semana Trágica.


ENA

No lo tuvo fácil la princesita Ena en la corte madrileña. Victoria Eugenia de Battenberg (1887-1969) llega con 18 añitos a Madrid, en mayo de 1906, sin saber español, sin conocer nada de su nuevo país, practicante de otra religión y con un rango inferior al de su prometido. Era sólo una nieta más de la reina Victoria. A toda prisa su tío, el rey de Inglaterra Eduardo VII, la eleva a alteza real y se convierte al catolicismo. Aunque sus nannys y personas de confianza que la acompañan seguirán fieles a su religión y visitando la catedral anglicana de Madrid.  Mal empezó su matrimonio. Aquella dulce princesita vio teñido su vestido nupcial con la sangre mortal de 25 españoles que vitoreaban a los reyes en la Calle Mayor el 31 de mayo de 1906. Y años después, aquel rey que se había enamorado perdidamente de ella la desatendió tras descubrir que portaba el gen de la hemofilia. Tampoco fue buena su relación con su suegra, la reina madre María Cristina de Habsburgo, que rivalizaba como mujer en su amor filial y en su influencia por el hombre, por Alfonso XIII y con la que, durante la Primera Guerra Mundial, se enfrentaba a causa de sus diferentes procedencias: inglesa una y austriaca otra; aliadófila una y germanófila otra. Educada en la rígida disciplina de los Windsor, su carácter reservado chocaba con el desparpajo chulesco del monarca, mimado con la protección de la reina madre. Terminó aceptando la misión reproductiva para la que había sido seleccionada, dar siete herederos al rey. Aunque como ellos, acabó sus días en el exilio

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