Rafael Alonso Solís

Durante años, desde el puesto de cerillero del Café Gijón, Alfonso mascullaba proverbios libertarios, vendía tabaco, prestaba dinero a los amigos y veía pasar la vida –como reza la placa que han colocado en el pequeño quiosco de madera–.  También hacía augurios sobre el fin de siglo y recordaba historias de posguerra, leyendas de comisaría y rumores de camerino, mezclándolo todo con una literatura de café de artistas que se le iba haciendo sola, a medida que los años inundaban su memoria de sueños y la melancolía le anunciaba la hora de ajustar cuentas con la realidad.  Una vez me contó que de joven había trabajado en la construcción de las primeras estaciones del metro de Madrid, y que en el subsuelo habitaban enormes ratas de colores.”¿De qué colores?”, le pregunté. “De todos”, respondió con un brillo mefistofélico en la mirada. “Además, como se cruzan mucho les van saliendo tonalidades diferentes, algunas nunca vistas por el ojo humano”.  “Las ratas se hacen de lo que comen”, añadió misterioso. “Según el alimento que les proporciones  se van especializando, y las que sobreviven son cada vez más fuertes, sobre todo la dentadura”. En un momento me confesó su plan. Durante años había estado alimentando ratas y entrenándolas para que cumplieran con su destino. Con paciencia les había enseñado planos de Madrid, señalando con cuidado la situación de los principales bancos y la ubicación de las cámaras acorazadas. Según él, la mordida de rata gana mucho si se alimenta de muerto, sobre todo de anarquista, porque los residuos corporales mantienen vivo el odio al capital y la aversión a los barandas.  Por eso las había preparado para después del tránsito. Sus restos harían de suplemento alimenticio, y las ratas, forjadas durante décadas para la tarea, se abrirían paso a través de los túneles, alcanzarían las catacumbas del dinero, roerían las planchas de acero y se comerían los billetes. Leí la noticia de su muerte algo después, un poco antes de que la crisis se extendiera por el planeta y el dinero desapareciese por arte de magia. El otro día hice una visita al quiosco de Alfonso. Una placa con su epitafio y un retrato desvaído adornan la vieja estantería de madera oscura. Mientras la observaba, un hocico alargado y psicodélico asomó por una esquina del mueble, husmeó ligeramente, engulló un billete de lotería y desapareció por un agujero del piso.En esta fotografía aparecen de izda. a dcha. Clemente Auger, Javier Cobos (cigarro), camarero del Gijón (de pie), Álvaro de Luna, Pepe Díaz, Manuel Vicent, Tito Fernández, Martínez Zato, general Varela, Alfonso, mujer no identificada. Sentados en primer término están Manuel Alexandre, Pedro Burdet y Pedro Gil. La foto se tomó el 1 de abril de 1989, obra de Francisco Ontañón, uno de los grandes fotógrafos del siglo XX, referente para fotógrafos de generaciones posteriores y con obra en el Museo Reina Sofía. Imprescindible acudir al Café Gijón e imprescindible conocer la obra de Paco Ontañón.