Cuento de verano
El relato que se ofrece a continuación forma parte de la novela El hermano, escrita por Alfredo Fernández Alameda, de próxima aparición.
Madrid. Primavera de 1966. Madrugada
A las dos y media el negro Miguel estaciona el furgón en la calle de la Ballesta. Un poco más abajo del portal donde está la pensión América hay un bar. Aunque la puerta está cerrada, sobre el dintel hay un neón con dos copas y un corazón sobre el rótulo «Love Club», cuya luz va alternando el color rosa con el azul celeste. Llaman a la puerta y unos ojos negros con pestañas postizas se asoman al ventanillo.
—¿Es tarde para tomar una copa?
La cerradura gime y la puerta se abre un palmo. La chica de las pestañas grandes asoma la cabeza, mira a Miguel y luego se fija en Lorenzo.
—Este es muy crío paga pasag.
—No seas mala. Solo queremos un güisquito y nos vamos. Me llaman don propino y los años que le faltan a mi amigo me sobran a mí.
La chica de los ojos negros sonríe a Miguel. Abre la puerta lo suficiente y se echa a un lado para que pasen los clientes. Tras una cortina pesada de terciopelo granate está el bar. Apenas veinte metros cuadrados que incluyen mostrador, taburetes, un cheslong de capitoné, un sofá de dos asientos y un perchero. Sobre el mostrador, Gilbert Bécaud canta Si je m’en reviens au pays en un microsurco de 45 rpm que gira sobre un pick up.
—Pon un güisqui a estos caballegos, Vanesa.
La morenita de los ojos negros y acento francés desaparece tras la puerta del final del mostrador que, con toda seguridad, comunica con los reservados.
—Tengo Jhonnie Walker, Monks, Vat 69, J&B, Cutty Sark, Chivas… —Vanesa les muestra la espalda desnuda durante la enumeración.
—Si nos empiezas una botella a cambio de una propina, nos vale cualquier marca.
—Se ve que no eres nuevo —sonríe y coge una botella de Chivas—. Esta la acabo de abrir. Apuesto a que no le pones pegas. ¿Lo sirvo solo o con agua?
Lorenzo dice que le da igual porque nunca ha bebido güisqui.
—Entonces con un poco de agua, un poco de hielo y unas almendras para acompañar— pide Miguel.
Vanesa atiende el pedido y luego les pregunta si son forasteros.
—Efectivamente. Acabamos de llegar con un encargo y queríamos tomar una copa antes de regresar.
—¿De dónde venís?
—De Zaragoza
—¡Ah! Pues yo soy devota de la Pilarica, mirad —se inclina sobre el mostrador y les enseña una medalla, poniendo ante los ojos de los muchachos unas tetas exuberantes, escasamente arropadas por la frágil telilla de una escotada blusa anudada al cuello—. Regalo por mi primera comunión. La hice en la Basílica del Pilar— dice con orgullo.
Miguel apoya el colgante sobre su índice y arrima la cara para ver de cerca la virgen y de paso rozar sin recato el pecho de la chica con la mano, sin que esta proteste.
—Muy bonita, Vanesa, y la tienes en la mejor compañía posible— la muchacha besa la chapa y la deja caer sobre el canalillo.
—Te refieres a esta compañía —baja la mirada a los senos al tiempo que los yergue, desafiante.
—¡Muchacha, que maravilla! Parecen duras como melones. ¿Puedo tocar?
—Claro, y si me invitáis, me tomo una copa con vosotros —Miguel dice que sí. Vanesa se prepara un Cardhu con hielo y sale del mostrador para unirse a los clientes. Como mide casi treinta centímetros menos que el hombre, Miguel tiene que flexionar las piernas para poder abrazarla desde atrás y sopesar con las manos la calidad del producto. En ese momento reaparece la francesa de las pestañas artificiales.
—¡Ah, vaya! Veo que os vais conociendo.
—No creas, jefa. Todavía no sé ni sus nombres.
—Yo me llamo Miguel, aunque mis amigos me llaman Negro.
—Que oguiginales —comenta irónicamente la recién llegada—. Seguid, seguid, no os integumpáis por mí. Estamos aquí paga hacegos felices.
Colette, que así se llamaba la morenita, sustituyó el disco de Bécaud por Il faut savoir, de Aznavour. Más tarde Sacha Distel, Yves Montad, Johnny Hallyday… Se ve que la cortesana añoraba su tierra.
Vanesa se apretaba a Miguel, colgada, ahora, de su cuello, al ritmo dulzón de las melódicas canciones. Al principio Lorenzo estuvo un poco retraído y no se atrevió a palpar las tetas que Vanesa le ofrecía, asegurando que confiaba en la palabra de su amigo, pero antes de que Yves Montad acabase la segunda, Colette, muy ligera de vestimenta para entonces, lo había llevado al diván y lo besaba, apretándolo contra sí, para sentir en la entrepierna el furor incontenido de la verga del adolescente.
Una hora después de haber entrado en el puticlub, Miguel se perdió tras la puerta del fondo en compañía de Vanesa, no sin antes advertir a Lorenzo de que él se ocuparía de la cuenta.
—Si quiegues que vayamos dentro nosotros también tendremos que espegag a que los muchachos acaben, caguiño. No puedo dejag el local desatendido; algunos clientes pueden venig todavía.
—No, señora. Tengo que irme ya.
Colette acompaña a Lorenzo hasta la salida, le da un último beso de despedida y le dice:
—No tagdes en volveg, mon amour, y tegminaguemos lo que hoy hemos empezado. D’accord?
La brisa fresca de la madrugada devuelve al muchacho a una realidad olvidada durante un rato. En la esquina con Desengaño, una prostituta negocia un servicio. Lorenzo entra en el portal de la pensión, que permanece franco también durante la noche, sube despacio para mitigar el quejido de los viejos peldaños de madera y accede a la pensión valiéndose de la llave que la Jeny deja sobre el cerco del portón de la entrada para los huéspedes noctívagos.
En la puerta de la habitación que suele ocupar hay una nota prendida con una chincheta. Lorenzo lee:
La habitación esta ocupada. Puedes dormir en la de mi padre, que hay una cama libre. Ya está avisado.
Jeny.
La puerta del cuarto de Tina está cerrada con llave. Lorenzo golpea flojamente con los nudillos y espera. Como no hay respuesta, vuelve a llamar. Esta vez con un poco más de energía. Un ligero murmullo informa al chico que Tina se ha despertado y unos segundos después oye el pestillo.
—¡Vaya horas, hijo!
—Lo siento, se nos hizo tarde.
—Ve a dormir y mañana me cuentas.
—Mi habitación está ocupada.
—Lo sé —Tina se aparta el cabello que le cae sobre la cara—. Pero tienes cama en…
—¿Tu crees que voy a dormir con el viejo si puedo hacerlo contigo? —la interrumpe.
Tina asoma la cabeza y otea a izquierda y derecha, asegurándose de que el pasillo está despejado.
—¡Anda, pasa!, antes de que algún noctámbulo nos descubra y seamos la comidilla de la pensión.
Mientras Lorenzo se desviste ella va a la cocina a beber agua y regresa a los pocos minutos. Echa de nuevo la llave y se mete en la cama. Lorenzo, completamente desnudo, presenta una notable erección.
—¡Bien dispuesto vienes, niño! ¿Has estado ensayando?— ironiza Tina, al notarla—. Ya me contarás quién te ha puesto así, porque esta vez yo no he tenido nada que ver.
—A medias.
—¿Qué quieres decir?
—Que es cierto que venía caliente, pero al verte he terminado de encenderme.
Tina se incorpora quedando sentada. Pregunta:
—¿Y cómo es que venías caliente? —Lorenzo duda sobre si contarle o no la aventura. Decide hacerlo.
—Así que la zorra de Colette te ha puesto cachondo y ahora vienes a pagarlo conmigo…
Lorenzo advierte su error y trata de minimizarlo.
—Que va. Es verdad que me ha excitado, pero no he querido hacerlo con ella porque no dejaba de pensar en ti— miente sutilmente el mozo.
Tina retira las sábanas y sin abandonar la posición se desprende diestramente de la bragas alzando las piernas y declara:
—Súbete. A ver que puedo hacer por ti.
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