La farsa del discurso

Rafael Alonso Solís

A mediados de los setenta, Juan Miquel, por entonces un joven profesor de Derecho Romano en la Universidad de La Laguna –más tarde en las de Barcelona y Pompeu Fabra, antes de fallecer en 2008, durante un viaje de trabajo a Munich–, disfrutaba reflexionando acerca de la sucesión de Augusto, entre otras aficiones académicas en las que demostraba que la investigación en humanidades no sólo es posible, sino deseable, cuando no imprescindible. Miquel tenía en su despacho un tocadiscos, en el que siempre estaba dispuesta para ser reproducida una vieja grabación de un discurso de Adolf Hitler. En el fragor del mitin, la estudiada escenografía hitleriana iniciaba la intervención en voz casi baja, como si dudase, incluso, del contenido, tratando de inducir al entregado público la entrañable sensación de que tal vez había olvidado el texto, o lo estaba improvisando como un cantaor de flamenco cerca de la madrugada. Poco a poco el clímax iba en aumento, y el sonido del disco permitía imaginar un espectáculo diseñado por los dioses nibelungos. Hitler solía elevar el tono de voz en una progresión calculada mientras gesticulaba con ambos brazos, para acabar extendiendo su mano derecha hacia delante en su interpretación particular del saludo legionario. Al fin y al cabo era el novio de la muerte. El momento cumbre de la seducción que el discurso hitleriano provocaba en su audiencia era de una perfección teatral arrebatadora. Tras una pausa en el momento adecuado, Hitler iniciaba una corta serie de flexiones y extensiones de sus brazos –eso no estaba en la grabación de Miquel, pero sí en cientos de documentales–, al tiempo que lanzaba al aire una afirmación de indiscutible contundencia: “un tanque es un tanque y una bomba es una bomba”. Ya no hacía falta nada más, y la  masa desatada rugía como un solo individuo que se ha caído del caballo y ha visto la luz. Subrayar que una cosa es una cosa, y no otra, como para que no haya confusiones, es la vía directa a la iluminación, la demostración indiscutible de que no hay atajos y de que el mensaje político que mejor alcanza su objetivo es el que enfatiza las obviedades. No otra cosa suele ser el discurso político, y el populismo no es un descubrimiento de la supuestamente nueva política, según pronostica la vieja. Seguramente, el mejor discurso –o, al menos, uno de los más brillantes y mejor escenificados– fue el que Shakespeare hizo pronunciar a Marco Antonio frente a los romanos tras la muerte de Cesar. La teatralidad es inseparable del discurso, cada vez más vacío, lo pronuncie quien lo pronuncie y lo avale quien lo avale. A estas alturas, uno no es capaz de distinguir la vacuidad de un discurso de Trump de la de uno de Maduro –por no mirar al inaguantable ruedo ibérico, y lo que nos espera–, más allá de cualquier matiz ideológico, de cualquier forma de populismo, o de la mala intención y falta de respeto que tienen los predicadores.


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