Rafael Alonso Solís
Releyendo el Diccionario cheli uno se reencuentra con términos que se cruzan el sentido y que explican las cosas mejor que los que usamos en las celebraciones, en las tomas de posesión y en los discursos de apertura. Según Umbral –que cita muy bien, entre otras cosas porque se inventa las citas, que para eso es un creador–, algunos estructuralistas, como Roman Jacobson y Claude Levi-Strauss, consideraban que los mitos eran tanto organizaciones conceptuales como obras de arte. Se pregunta Umbral si es primero el mito y acaba convirtiéndose en objeto de admiración, o son los objetos los que acaban mitificándose a partir de las reacciones estéticas que provocan o el contexto en que lo hacen. Cabría preguntarse si el mito estaba ya ahí, en algún sitio, como los pensamientos o los versos, hasta que alguien se los encuentra y les pone nombre, los titula y los coloca en el mercado. En su aparición estelar en Copenhague, ante una pregunta difícil y con mala leche, Puigdemont ha dicho que la democracia española solo está en los papeles, y tiene buena parte de razón, pero él mismo está echando una mano en ese sentido. ¿Es la democracia un mito, inventado por un selecto grupo de creadores a los que se encargó el proyecto? ¿O es el marco conceptual diseñado, precisamente, para que encajaran otros mitos que se iban construyendo a medida que se necesitaban? Es cierto que hay mitologías resistentes a las tormentas, a la mala prensa y al paso del tiempo, mientras otras han ido perdiendo la gracia y la frescura –que es lo peor que puede pasarle a un mito–, aunque se las siga citando para rellenar las enciclopedias. Si hay un mito postdemocrático que ha acabado en ropa interior es aquello de que los pueblos son muy sabios y no se equivocan al ejercer su voto. No merece la pena hacer la lista de equivocaciones, pero sí recordarlas con un minuto de silencio, a ver si nos enteramos. Decía Tierno Galván que la política era un arte noble, pero eso choca con la constatación o la sospecha de que la mayoría de las personas que se dedican a esa actividad con éxito –es decir, las que se presentan una y otra vez a elecciones y salen triunfantes– son expertas en el arte del trile y burlangas de la democracia, que hacen trampas cuando juegan al parchís o a los chinos. Lo cual nos lleva a aceptar, por contraposición, que quienes les votamos –ése supuesto colectivo que no se equivoca ante las urnas– somos masocas o andamos siempre pasados de pastillas. Un poeta postdemocrático y con la elegancia kitsch que tienen los poetas de derechas, como Luis Alberto de Cuenca, ha dicho hace poco que con Franco había más libertad de expresión. Hay ahí otro mito perverso, y es el de la nostalgia, un espacio en el que cabe todo el mundo. Al fin y al cabo, como dijo Andre Gide, “toda nostalgia es un fervor decaído”.