En la casa del que jura no faltara desbentura. De toda palabra oziosa daran los hombres cuenta rigurosa (1542. En una arcada de San Pedro de Arlanza)

El pasado 19 de febrero falleció Umberto Eco. De estudiantes conocíamos a Eco por aquellos ensayos sobre el signo, símbolo y señal, aquellas disquisiciones sobre significado y significante que leíamos aburridos por obligación. Cuando publicó su novela “El nombre de la rosa” todos nos quedamos asombrados de la capacidad de mixtificación del sabio Eco; además de ensayista su literatura era prodigiosa. El gran Guillermo de Baskerville, preceptor de Adso de Melk nos cautivó por su amor al conocimiento y al aprendizaje, por su rechazo a las inquisidoras formas de opresión que el orden, el sistema, la religión imponían al individuo. El estudio y la curiosidad eran la salvación del hombre, que aún así se veía amenazado en su deseo de desvelar la verdad por la trampa espúrea de la muerte emboscada en el ansia de saber.
Este cuento espúreo y vil no es más que un pequeño homenaje jocoso a Umberto Eco, porque nada es lo que parece y tras la fachada pétrea de la realidad no hay más que un decorado borroso de cartón piedra.

La Verdad

–El truco consiste en menear la cazuela sin parar, para que el juguillo que sueltan las cocochas ligue con el aceite hasta que quede un todo gelatinoso y forme esa amalgama perfecta en la que se funden las esencias de las criaturas de los mares y las bendiciones de los espíritus de los bosques, que el Señor nuestro creador nos regala como una prueba más de su infinito amor, aunque pecado es, y capital, la gula en estos días tristes de la cuaresma. Pero no recreemos nuestro espíritu en la holganza, que martirizándonos con estos escasos alimentos con los que el señor nos provee no está ganada la salvación, y debemos perseverar en la oración y el sacrificio del cuerpo y en la búsqueda de la verdad para alcanzar la perfección y la sabiduría, la guía que ha de movernos por este mundo caduco y traicionero. Mira bien, querido Adso, pues en este inocente crepitar de la cazuela repleta de cocochas de bacalao van unidas el amor de Dios nuestro señor y el pecado en que caeríamos si tomando más de lo necesario para el buen sustentar del cuerpo abusáramos en el recreo del paladar. Y sólo al hombre le cabe tomar el punto justo de alimento que no ofenda a Dios nuestro señor, sino que lo alabe por su generosidad. claustro_silos
Adso estaba confundido, no entendía muy bien, tras una semana comiendo hierbas, cuál era la diferencia entre la virtud de zamparse la cazuela de cocochas o la de caer en el pecado de la gula, porque en ambos casos la cantidad de pescado era la misma y tan exigua que no daba ni para pringarse un diente.
–Pero hay algo más, maestro Guillermo, tiene que haber más, algo más que el comer, algo que mueva al hombre en su camino de perfección, algo que dé respuesta a los enigmas que su curiosidad le plantea, algo que dé sentido a su existencia.
El joven rostro de Adso de Melk denotaba una preocupación próxima a la angustia. Guillermo de Baskerville _DSC9515_webse mesó con mesura su barba rala y aunque incomodado por la insistencia de su pupilo esbozó unas palabras con las que creyó satisfacer definitivamente su sed de respuestas. Las cocochas exhalaban por el refectorio un aroma pecaminoso, demorar su zampa sería como arrojarlas a un pozo, pues de todos era sabido que se deben comer en el momento justo, que si quedaran frías se perderían sus crujientes propiedades y se convertirían en un duro emplaste más propio de brutos que de cautivados clérigos. Pero Guillermo no quiso que su discípulo quedase sin saciar su ansia de conocimientos y continuó su exposición. Se arrepintió.
–Quizás sea la libertad, querido Adso, la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.
Adso escuchó al maestro de Baskerville con sumisa devoción, pero su rostro denotaba que no era esa la respuesta que ansiaba oír de su preceptor. (Continuará)

Gabriel de Araceliguillermo_adso_baskerville