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Ángel Cabrera Latorre (Madrid, 1879 – La Plata, Argentina, 1960) fue un eminente zoólogo e investigador español que desarrolló su carrera tanto en España como en Argentina. Abandona antes de cumplir los 20 años sus estudios en Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid, a los que seguramente le inclinaría su padre, Juan Bautista Cabrera Ivars, primer obispo de la Iglesia Reformista Anglicana en España, que veía en él el seguidor de su obra pastoral. Sin embargo, se inició como colaborador e investigador en 1900 en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, llevado sin duda por su amor a la naturaleza y a los animales. Enseguida amplió estudios de Ciencias en Londres y en París, participó en cuatro expediciones científicas al norte de Marruecos entre 1913 y 1924 y realiza importantes trabajos de taxonomía zoológica y documentación en el Museo, lo que le supone un reconocimiento internacional y ser nombrado académico en diversas academias e instituciones. Rey Pastor le postula y Ramón y Cajal le recomienda para una vacante en el Museo Nacional de La Plata, Argentina, hacia donde parte en octubre de 1925 junto con su familia. Allá realizará una importante labor de investigación científica a través de numerosas expediciones a la Patagonia. Su actividad como profesor también es muy extensa en ese país y seguirá enviando colaboraciones y artículos a la Junta de Ampliación de Estudios y a diversos medios divulgativos durante la República española. Autor de infinidad de artículos y libros recibió numerosas distinciones y honores. Nunca regresó a España, de talante liberal no encajaba en el oscuro, ramplón y torticero ambiente en la que quedó inmersa la madre patria tras el triunfo del terror franquista. Es padre de Lulio Cabrera Aguado, otro eminente botánico, que, aunque nacido en Madrid desarrolló su carrera en Argentina. Tanto él como su familia siempre se mostraron afectivos con la familia que quedó aquí. Sirva este cuento como un homenaje y reconocimiento a un sabio que hizo de la divulgación científica la norma de su conocimiento.

 

angel_cabrera_2Ángel Cabrera fotografiado en Madrid por Alfonso, fecha indeterminada. Del álbum familiar.


PATAGONIA


Ángel Aguado López

Para Melilla embarcamos
Muy alegres y contentos
De todos los que aquí vamos
Sabe dios quién volveremos
Pero yo llevo la fe
en la virgen del rosario
Que dentro del corazón
Yo llevo el escapulario

Además de a sus amantes, Alfonso XIII dispensaba una especial consideración a sus generales. Sobre todo a los africanistas, como el general Fernández Silvestre. Un tío con un par, herido de guerra infinidad de veces en su dilatada carrera militar y que fue ayudante del egregio monarca desde 1915 hasta 1919. Fernández Silvestre era uno más de aquellos guerreros, ¡tantos!, que se quedaron sin consuelo cuando España perdió los restos de su imperio de ultramar, Filipinas y la perla de la corona: Cuba. Cautiva y desarmada la nación, había alcanzado la desmoralización a todos los estamentos de la sociedad y del poder. Era necesario dar salida a toda aquella frustración nacional y buscarle al ejército un entretenimiento con el que, además, realizar un servicio a la patria y recuperar el honor perdido.

En 1904, Francia e Inglaterra ratifican la Entente Cordiale, una manera de repartirse África a su antojo. España se apunta a los despojos y consigue las migajas del protectorado de Marruecos. Una forma de hincarle el diente a un territorio con riquezas minerales. Es 1909, la Compañía Española de Minas del Rif se apresta a extraer todo el hierro que pueda del Rif, y acomete una gestión empresarial basada en los sobornos a los sultanes locales para conseguir su protección en la zona. El accionariado de la Compañía lo forman personajes tan influyentes y aristocráticos como el Conde de Romanones, un terrateniente con inmensas propiedades en Guadalajara, político liberal y jefe del Gobierno en tres ocasiones; y el conde Güell, financiero santanderino, dueño de una considerable fortuna y coleccionista de arte. Su majestad Alfonso XIII no estaba, pero se le esperaba en el accionariado.
El saqueo que Francia y España aplican metódicamente a esta zona de Marruecos crea reivindicaciones entre las cabilas que habitan la zona, en las que se mezclan los nacionalismos, el reparto de los cohechos, el rechazo al invasor extranjero y la lucha por el poder local. Además, España ha mantenido desde 1860 guerras constantes en la región y es considerada como un enemigo.

Los incidentes y enfrentamientos contra los intereses españoles se desatan a comienzos de julio de 1909. Un grupo de trabajadores españoles que construía el ferrocarril minero cerca de Melilla es atacado por cabilas rebeldes, muriendo cuatro obreros. El gobierno conservador de Antonio Maura lo considera un problema de orden público, pero envía a tres brigadas del ejército, formadas en gran parte por reservistas, antiguos soldados integrados ya en la vida civil ajenos al ejército, sin ninguna preparación y con cargas familiares. La escalada de tensión va en aumento, se producen nuevos ataques y hostilidades constantes y el 29 de julio, en el Barranco del Lobo, a escasos kilómetros de Melilla, el ejército español sufre una vergonzosa derrota con más de 100 muertos. Los reservistas son cazados como conejos por los tiradores marroquíes desde las alturas del barranco.

La opinión pública arremete contra el gobierno por una guerra que no quiere y que es costeada con la sangre de los españoles más pobres. En Barcelona se declara una insurrección cuando son embarcados rumbo a Melilla los jóvenes movilizados provenientes de familias obreras sin recursos. Los ricos pagaban y no iban a la guerra. La tensión entre obreros y fuerzas del orden va en aumento y hace necesario el envío de fuerzas policiales y del ejército. Desde el 26 de julio al 2 de agosto de 1909 Barcelona vive una “Semana Trágica” que acabará con la vida de 78 personas y un rechazo al gobierno conservador de Maura y a la figura del rey Alfonso XIII. Además, pacificada la rebelión, el gobierno emprenderá una sangrienta represión contra aquellos que han intervenido en la revuelta ejecutando a cinco personas. Y quizás como venganza de una anterior vejación no resuelta, el atentado contra los reyes el día de su boda, el 31 mayo de 1906, perpetrado por el anarquista Mateo Morral, el gobierno conservador fusiló al pedagogo libertario Francisco Ferrer Guardia, acusado con pruebas falsas de formar parte de los revoltosos y al que se tenía como inspirador del intento de magnicidio de Mateo Morral. Un hecho que provocó protestas internacionales y le costó a Antonio Maura la dimisión. Pero la historia de los militares africanistas no acaba ahí, más bien empieza.
La Compañía Española de Minas del Rif sigue su actividad en el Protectorado de Marruecos mientras que el ejército español sigue pacificando el territorio, más bien sometiéndolo. Los jóvenes oficiales buscan el ascenso rápido por méritos de guerra, solicitando destinos en África, zona de conflictos permanentes. Son los “africanistas”, en contraposición a los “juntistas”, los oficiales y jefes que exigen los ascensos por riguroso escalafón. Es el tiempo de la creación de la Legión por parte de Millán Astray, del ascenso fulgurante de Franco, o de Varela, o de Sanjurjo, o de Mola, o de tantos otros que salidos de la Academia de Toledo alcanzarán los más altos entorchados del generalato durante otra sangría, la Guerra Civil.

El general Manuel Fernández Silvestre era un tío echao palante, tenía tantas heridas de guerra y cicatrices que los toreros a su lado parecían bebés. Estaba decidido a dar un escarmiento de una vez por todas a las cabilas rebeldes cuando fue destinado a Melilla como comandante jefe en 1920. Empezó una invasión progresiva del Rif a pesar de que las fuerzas a su mando estaban mal armadas, peor pertrechadas, mal preparadas y sin ninguna moral. Además, la red de espías con la que contaba el ejército español jugaba con dos barajas, ases que vendían al mejor postor, españoles o rifeños indistintamente. Como colaborador próximo al rey, Silvestre gozaba de una posición de privilegio y engreído en esa amistad y quizás por un exceso de testosterona afrontaba retos temerarios para los que el ejército invasor a su mando no estaba preparado. Así que por su cuenta y desoyendo los consejos que el general comisionado para Marruecos, Dámaso Berenguer, le transmitía se adentró bastante en territorio enemigo sin consolidar los puestos avanzados, defendidos por unos soldados sin demasiado afán combativo ni armamento suficiente, sin demasiado amor por la patria, mal alimentados y en tierra hostil. En julio de 1921, el avance español en el Rif se apoyaba en los blocaos, pequeñas fortificaciones separadas entre sí, sin agua, sin comunicación, que eran un fácil objetivo para cualquier atacante aun con mínimos conocimientos de estrategia militar.

Y Abd-el-Krim era muy listo porque había estudiado en Salamanca, sí. Era hijo de un jefe rifeño, lo que le facilitó el liderazgo indiscutible de las tribus hostiles al colonialismo. Los fortines españoles fueron pan comido para los rifeños. Los soldados de reemplazo que no morían abandonaban a la desbandada sus posiciones y lo que empezó como unas refriegas acabó tomando proporciones de guerra abierta. Fernández Silvestre, en lugar de reducir su avance y fortificar su retaguardia se adentró más en territorio rifeño y prometió a Alfonso XIII la victoria. «¡Ole los hombres valientes!» le telegrafió el monarca con otro par. El 17 de julio de 1921, las cabilas de Abd-el-Krim hostigan al ejército español y cinco días después le han infligido una dolorosa derrota que le supondrá más de 10.200 muertos, entre ellos el general Fernández Silvestre del que nunca se encontraron sus restos, y que sería para España una de las más ignominiosas tragedias de su historia bélica: El Desastre de Annual.

El escándalo y la indignación que originó la catástrofe en la sociedad española fue mayúsculo. Alcanzó tales proporciones que afectó a todas las instituciones, a la monarquía, al ejército, a los partidos y al mismo sistema político. El Gobierno presidido por Allendesalazar dimitió. Se celebraron ásperas sesiones en el Parlamento, se exigió depuración de las responsabilidades, se formó otro gobierno, presidido de nuevo por Antonio Maura (recordemos que en su anterior gobierno se consumó el desastre del Barranco del Lobo) y se encomendó una investigación de los hechos al general de división Juan Picasso, tío del pintor, ya entonces una celebridad universal: El Expediente Picasso.

El general Picasso se trasladó a la zona de los hechos y tomó declaración a más de 70 sobrevivientes del desastre. Examinó los planes de guerra y las cadenas de transmisión de órdenes, fiscalizó todas las acciones, se enfrentó a varios intentos de socavar la investigación, entre otros al general Berenguer, que temía verse afectado de responsabilidades y trató de frenarla. Y tras nueve meses de investigación redactó un expediente de 2.334 folios que iba a ser presentado al Parlamento el 1 de octubre de 1923. Parecía que incluso Alfonso XIII estaba implicado gravemente en las responsabilidades del desastre. Sin embargo, el 13 de septiembre, el general Miguel Primo de Rivera da un golpe de estado con la connivencia del borbón y el Expediente Picasso jamás será dado a conocer a la opinión pública española. Después, durante la «dictablanda» de Berenguer, parece que este se encargaría de eliminar las partes que le afectaban. Mateo Sagasta logra mantener en su poder el Expediente y lo entrega a la República en 1931. Durante la guerra y la larga noche del franquismo el Expediente Picasso duerme la paz de los justos y en 1998 se encuentran, sorprendentemente, algunas partes del Expediente en el archivo del Congreso de los Diputados. Las responsabilidades de los implicados en la mayor derrota militar del ejército español en África nunca serán depuradas.

Un poco antes de las fechas del desastre de Annual, separado de ahí por apenas unos cientos de kilómetros, más al occidente de Marruecos, un naturalista español estudia la zoología de la zona comisionado por la Junta de Ampliación de Estudios. Es, además de un excepcional científico y hombre de paz un dibujante e ilustrador notable y periodista. Se llama Ángel Cabrera Latorre.

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Una lámina dibujada por Ángel Cabrera, de su libro Fauna Ibérica, publicado en 1914. El ejemplar lleva el nombre de Cervus Elephas Bolivari, posiblemente en homenaje a su profesor Ignacio Bolívar, otro eminente naturalista, exiliado en México con 90 años.

Continúa en Patagonia (II)


Para Melilla embarcamos, por Joaquín Díaz