Rafael Alonso Solís es catedrático de Fisiología en la universidad de La Laguna y un científico renombrado mundialmente en ese campo. Ha sido vicerrector y un montón de cosas más. Además, ha escrito muchísimo en periódicos y revistas. Aunque es de natural discreto y dado a hablar poco cuando coge la estilográfica no hay quien le pare y él pare y pare palabras y frases y capítulos. En fin, un sin fin de letras. Como en esta su primera novela.
Rafael Alonso Solís
“Nací cuando el siglo veinte dibujaba sus últimas décadas, a finales del verano, en esa época en que el sol sofoca las conciencias y aviva el resto de los fuegos, el mismo día, casi a la misma hora y el mismo mes, en que mi padre, un año más tarde y por tenebrosa coincidencia, se diera un tajo en la garganta llenando la habitación de sangre y baba pegajosa. Si bien no supe nada acerca de ese suceso hasta varios años después, debo reconocer que, por diversos motivos, ha alcanzado una relevancia crucial en diversos aspectos de mi existencia, y puede que haya contribuido a hacer de mí una persona algo rara, aunque discreta, aficionada a la soledad, poco dada a los excesos y muy disciplinada en lo que se refiere al desarrollo de su actividad profesional.
Al parecer, mi padre murió rápidamente, dicen que sin dolor, aunque poco puede saberse acerca de lo que siente un moribundo en el momento del tránsito, en ese ámbito temporal y en esa región en los que nadie ha estado, y acerca de los cuales cualquier referencia es mera conjetura. Ni en la Biblia ni en el Corán, por citar dos fuentes clásicas de conocimiento o fantasía en torno a la trascendencia, se encuentran apuntes literarios de cierta garantía, y únicamente las distintas versiones del Libro de los Muertos, además de algunas leyendas arcaicas, los hallazgos luminosos de los poetas místicos y un par de sospechas apócrifas, se atreven a describir un paisaje vacío y en el que no debiera haber ni ruidos ni colores; solo la calma aterida por el viento, la sorpresa quizás, la amargura de lo inmenso y la ausencia de criterios morales, de puntos de vista y de ideología. Al menos, nada de eso encontraron los que fueron a retirar su cadáver varios días después del óbito, apergaminado a esas alturas y con el hedor propio de la carnaza.
Pasaron algunos años hasta que mi hermana y mi madre me aclararan parcialmente la confusión que me atenazaba en todo aquello que se relacionaba con mi progenitor. Es cierto que al principio no lo eché en falta, que su presencia no resultó necesaria para mi educación, y que su ausencia, por lo tanto, no tenía por qué tener repercusión alguna sobre mi vida. Poco a poco fui notando que la mayoría de las familias del entorno incluían, como elementos decorativos característicos, la presencia del padre y la madre, una o dos tías, y algunas, incluso, abuelos de ambos sexos, si bien en esa categoría solía darse una mayor proporción femenina. A las primeras preguntas acerca de mi padre solo obtuve respuestas ambiguas, cuando no el silencio. Poco más que la notificación de que había muerto el día de mi cumpleaños, el dato de que el fallecimiento había sido debido a un lamentable accidente –cuyos detalles nadie deseaba explicar–, y el aviso de que acerca de esas cosas no se debía hablar, ya que era mejor dejarlas por pasadas, olvidarlas”.
(De El Canto de la raposa, Baile del Sol, Diciembre de 2016)
Me ha gustado mucho. Buen comienzo. Feliz día venéreo, queridísimo.
A.
Me gustaMe gusta
Pingback: El canto de la raposa | Escaparate ignorado
Pingback: Rafael Alonso Solís, Premio Nacional de Fisiología Antonio Gallego 2021 | Escaparate ignorado
Pingback: El extraño caso del doctor Alonso y el señor Solís | Escaparate ignorado