Gabriel de Araceli

Jorge Edwards el pasado 4 de octubre en la librería Rafael Alberti, Madrid, durante la presentación de su novela «La última hermana».
Pienso, luego estorbo. «Hay gente pa too» le dijo El Guerra, torero, al metafísico Ortega cuando este le confesó que su oficio era pensar. Porque pensar es un oficio en retirada. El sistema ha conseguido que la persona se convierta en una bayeta que arrastrándose por el consumo absorba todo el soma tecnológico que le ofrece como sustituto de la felicidad. Ni el placebo de las religiones interesa ya al humanoide, yonqui pinchado a un móvil para curarse su abstinencia ideológica. La desmovilización social, la desamortización del pensamiento, ese es el éxito del gran hermano vigilante. Leer se ha convertido en una afición tan extraña como pensar. Por eso resulta sospechoso que unos cuantos desaprensivos se reúnan en un semisótano para escuchar las palabras de un escritor, aunque sea Jorge Edwards. Edwards es un señor joven de 85 años, atildado y pulcro, de verbo sereno que fluye claro y cristalino del manantial de su memoria eterna. Su larga vida encandila a los oyentes cuando desvela su amistad con Neruda (del que se declara alumno humilde) o con Octavio Paz (los dos escritores no congeniaban, no), o con tantos personajes que habitan en su existencia de letras y diplomacias. Confiesa sin pudor que la diplomacia también fue su oficio, «es no hacer nada, por eso me hice diplomático, porque tenía tiempo para escribir», dice. Habla de Carlos Morla Lynch, aquel embajador que acogió en la Embajada de Chile, durante el Madrid sitiado por los rebeldes franquistas a la legión de falangistas del caudillo. Habla del whisky que tomaba Neruda (Johnny Walker black label, Buchanans, ja, ja, se ríe, él sólo podía beber red label, en vaso chato, con poco hielo) o de la barriga enorme de Vinicious de Moraes, o de Gil de Biedma, o de su amistad con Julio María Sanguinetti. O de temas de actualidad, como el referéndum en Colombia para refrendar el acuerdo con la guerrilla: –Me entristeció bastante el resultado. Las declaraciones de Uribe y de las FARC no son tan malas. Después de la campaña por la paz, ¿quién puede continuar con la guerra? –dice con su habla comedida de sabio paciente. Y habla de su libro “La última hermana”, nacido de su entorno familiar, una oveja negra, o gris, María Edwards, una tía suya lejana que gritó “Viva la vida” cuando el rucio de Millán Astray gritó “Muera la inteligencia”, que se fue a París para vivir entre cócteles y pianos y a la que le explotó el nazismo en plena cara y al que combatió como activista y resistente anónima ayudando a los niños judíos y que se opuso a aquella barbarie que despreciaba las letras y las palabras y la lectura. Y habla de sus personajes, no le interesan rígidos, sino cambiantes, polifónicos. Y habla de su evolución de la escritura ficticia a la verídica, porque la realidad es la mejor ficción y la historia se transforma en ficción y la actualidad es a veces tan ficticia y tan falsa como la verdad. Y habla Edwards de muchas cosas porque, en el fondo, es un cuentista, un juglar que va por el mundo contando historietas y escribe novelas como buen cuentacuentos. Y se queja de la falta de pasión por la cultura y el desprecio o apatía con el que los medios de comunicación la tratan, tan maltratada también por los gobiernos, que la ignoran como si llevara el germen del pensamiento levantisco. Porque la lectura y la cultura son contagiosas, porque leer es pensar y el que piensa es peligroso para el sistema, aunque Jorge Edwards sea lo más alejado a un peligroso agitador, porque en el imperio del consumo y de la tecnología los republicanos de la palabra son todos sospechosos… de pensar.
Cada día me gustan más las crónicas de G. Araceli. Desenvueltas, alegres, atinadas y divertidas. Mucho mejores que la mayoría de las columnas de opinión que nos tragamos en la prensa nacional.
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