«El director de La Opinión me ha pedido que quite el término «sicario» y que no mencione al consejero de sanidad de Canarias, «porque el artículo le pone en apuros». Tras pensarlo, le he hecho el favor, de modo que la versión original solo se podrá ver en el escaparate y sitios similares».

La anterior nota es del autor: Rafael Alonso Solís

      Luis Montes, luchador por el derecho a morir dignamente, ha muerto hace pocos días de un infarto de miocardio, mientras conducía su coche. Con apellido de torero antiguo, a pesar del ejercicio de maledicencia y falsedad puesto en marcha contra él en 2005 por la mafia sanitaria que gobernaba la Comunidad de Madrid, que le acusó de sedaciones irregulares, era una persona pacífica, pacifista y entrañable. Su carrera como médico había transcurrido siempre en primera línea, al lado de quien sufría y en las barricadas en defensa de la sanidad pública. En alguna entrevista de la época había afirmado que en España “te mueres bien o mal, según el médico que te toque”. Tras una denuncia anónima, un oscuro sicario del PP a las órdenes de Esperanza Aguirre –Manuel Lamela, que ejercía de Consejero de Sanidad mientras manejaba negocios en la sanidad privada– puso en marcha una inspección que acabó apartándole de su puesto en el hospital Severo Ochoa de Leganés. La relación de los responsables políticos con las empresas del sector que administran no es inhabitual, sino todo lo contrario. En Canarias, por ejemplo, el responsable de dirigir la sanidad pública procede de un consorcio de clínicas privadas al que, según informaciones varias, se ha desviado un significativo número de intervenciones quirúrgicas durante los últimos años, en los que ha sido –y aún es, por desgracia– Consejero de Sanidad. En el caso de Montes, a pesar de que en 2007 la justicia sobreseyó el caso, el daño estaba hecho. No le perdonaron dos cosas: que defendiera la sanidad pública, y que tuviera la sensibilidad suficiente para tratar de mitigar el dolor de quienes iniciaban el trance de la muerte. En la campaña contra él se implicó la derecha española más casposa con toda la mala baba de que era capaz, con todo el odio que había acumulado contra un médico comprometido, con todo el potencial de los medios de comunicación a su servicio, con toda la inmensa hipocresía que caracteriza a la casta de meapilas del rosario en familia, pasión por la sotana y afición al cilicio. A Luis Montes lo llamó nazi y lo comparó con Hítler una colección de tertulianos que presumían de cristianos, una banda de periodistas que cobraban de las cloacas y hacían guardia frente a los luceros, y un grupo de médicos cobardes que decidieron apuntarse a la jauría que inició su caza. En parte –o tal vez por eso–, porque también era la caza de la sanidad pública. Como recordara el mismo Montes años después, por parte de la Comunidad de Madrid se aprovechó la situación para incrementar la creación de hospitales privados en pocos años. A Luis Montes le dolían el enfermo y la enferma que sufrían innecesariamente al coger el último tren. En realidad, la persecución a que fue sometido ni siquiera fue en respuesta a los deseos del dios tronante y patriarcal del ultracatolicismo, sino, sencillamente, porque molestaba. Levantemos una copa y, con respeto y admiración, brindemos por Montes.

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