Ángel Aguado López. Texto y fotografías

        LUCE FERNANDO ARAMBURU terno azul y zapatillas deportivas que le dan aspecto de atleta vernáculo, de vasco ruboroso que reúne a los amigos para charlar con unos vasos por medio. Y se descubre con una facundia generosa que engancha a la audiencia de la Fundación Juan March, en Madrid, el 29 de abril de 2019, conversando con el crítico literario Antonio de Lucas en su salón de actos, lleno, para escuchar su tránsito por la poesía y por la prosa.

       Su torrente de palabras es un viaje al interior de sí mismo «porque en soledad se desarrolla nuestra profesión, la de escribir. Todas mis obras surgen como un desgarro interno. Son dos grupos que tiraran de una soga en sentido contrario. La vida del escritor está ritualizada, siempre en las mismas horas, las mismas tareas para que el cuerpo esté calladito y se convierta en cerebro y mano, en un relator constante. Escribo las veinticuatro horas, no muscularmente, sí con el cerebro, unas líneas que me salven el día. Y escribo para mi gusto, para mi placer, aunque nunca me leo después» dice.

       Y como vasco pudoroso viaja por los recuerdos familiares y saborea una copa de vino tinto, quizás porque regresa a la infancia: «Me crié en un ambiente humilde. En mi casa no había libros. Aquel carácter austero de mi padre, parco en expresar su cariño. Me invitaba a unos huevos con jamón y eso equivalía a decir te quiero. Nací con todas las cartas para seguir su profesión, mecánico».

      »Y para no serlo lo intenté con el fútbol. No funcionó. Y lo intenté con el ciclismo, pero no acabé la primera carrera porque no tenía ni chichonera. Y después con la jabalina, pero no se clavaba nunca en el suelo, la jabalina… Y la vida te sacude tu ración de palos, de chichones y en la escritura buscas un consuelo.

     »En el colegio me aburría, salvo en la clase de literatura. Y fue así que descubrí que el dominio de la lengua confería poder. Lo descubrí leyendo a Federico García Lorca, el autor que me inoculó el virus de la poesía: su gracia especial en todo lo que escribía: “Córdoba, lejana y sola…”

     »Y durante un tiempo, la poesía fue mi consuelo necesario, me hice a mí mismo con la escritura y la lectura porque un poema es el recipiente de la poesía, el sabor que te deja en el paladar, ese gusanillo, esa experiencia siempre necesaria en la vida. Y hay que tener cuidado con el humor, limitarlo, porque es un disolvente de la poesía.

      Y en su viaje invoca constantemente a los poetas que le alentaron en la métrica y el ritmo, a Rafael Morales, que le recibió como a un hijo, a Machado y a Miguel Hernández, a Quevedo. O evoca un recuerdo para Luis Gómez Llorente, el filósofo. Y denuncia, él, que no es de denunciar, la ruina en la que se encuentra la casa de Vicente Aleixandre, abandonada por la Cultura oficial: «¡Una vergüenza, cómo la tienen!».

      Y cuenta cómo pasó de la poesía a la prosa: «En 1985 decidí despoetizarme, escribía decididamente mal, era la ruptura, la liberación de la poesía, quería romper con la tiranía del verso, con la rima asonante y el endecasílabo, con las cacofonías. Me pasé a la novela. Cada libro es único, un camino recorrido al que no se vuelve.

      »Me he convertido en una máquina de hablar —es verdad—. Pero hay que tener cuidado. “Patria” me puso al borde del abismo, del éxito. He cambiado, busco la sencillez, me meto en edades en las que el olvido, olvidar, está presente. Y ahora le he pedido perdón a la poesía, ella no me exige el verso y yo busco la sencillez: la de matar al artista.

      »El lector de novelas es un visitante de vivencias ajenas. Imagino al otro lado del escritorio a un lector, alguien oscuro y anónimo, para el que escribo. No voy como el dueño de las historias, poniendo muros, pertenecen al colectivo, cada cual coge lo que quiere de ellas.

      »Estoy libre de obsesiones, no sueño nada… mis hijas, soy un vasco familiar, no como Unamuno, deseando salvarse, siempre con el peso de su alma a la espalda. Incluso he renunciado a las colaboraciones en prensa, cosa que me proporcionaba placer para centrarme en la escritura. Leer y escribir, para viajar por la escritura las veinticuatro horas.

      Y desea a los lectores, al público que le oye embelesado que las idus de mayo les sean propicias en el viaje literario: «Que sean felices, simplemente».

      Sí, Aramburu es un vasco viajero, bueno en el buen sentido de la palabra bueno.