Cuando los seres humanos despertaron de la siesta no sólo se percataron de que el dinosaurio seguía estando allí, sino que comprobaron cómo una cadena de recuerdos los arrastraba por el suelo, serpenteando como los ofidios primitivos que habían obtenido la sabiduría a cambio de perder la virginidad, los devolvía al mar, los convertía en una sopa de ondas y partículas recién formadas y acababa disolviéndolos en la nada. La ausencia de colores y sonidos provocó el descubrimiento del miedo como acompañante inseparable, y aquellos incipientes pensadores, que disponían de escasos recursos cognitivos, se asustaron más al comprobar que, a poco que siguieran perdiendo cosas, lo único que les quedaría sería, precisamente, la memoria. Lo malo es que llevaban poco tiempo en la escena, que tenían el guión sostenido por alfileres, que habían ensayado poco y que su memoria era aún de muy corto recorrido. Total, cuatro amaneceres y el recuerdo informe de cuando respiraban en el agua, lo cual les confundía mucho, porque no estaban seguros de si se trataba de su existencia como seres acuáticos o de su vida intrauterina. En realidad, hasta entonces esa vida había sido algo tan precario que aún no disponían de registros arcaicos ni de historia oficial, salvo los libros que no habían sido escritos y que nadie ha visto, esos que –según Madame Blavatsky y Annie Besant, entre otros profetas de la teosofía–, forman parte de una biblioteca inmensa y difusa localizada en las estanterías del éter. Seguramente se trata de la misma que Borges imaginara o conociera infinita, y que, al estar formada por todas las letras asociadas en múltiples combinaciones y a través de sintaxis retorcidas, permiten redactar todos los libros, incluso los imposibles, los que no han sido escritos ni lo serán jamás, y en los que radica nada más y nada menos que la esencia de la inmortalidad. De ahí viene que les diera por imaginar, primero como ensoñaciones y más tarde como leyendas, en las que, entre el recuerdo difuso, las pinturas de las paredes de la cueva y los primeros signos inventados, se iba conformando algo que aún no sabían calificar, algo en lo que la realidad de la supervivencia y la sombra del misterio que acariciaba todo se mezclaban sin una clara separación. Era como si el día y la noche, en forma de ciclos que la naturaleza imponía sin posibilidad de alternativa, jugaran a diseñar unos seres literarios, que a veces eran personajes de ficción y a veces aventureros de fortuna, que salían a cazar para alimentarse y que acababan por inventarse los lances movidos por un impulso interno e inexplicado, animados por un calor que parecía originarse en las entrañas y que ascendía hasta los primeros y oscuros escalones de la conciencia, donde se sospechan los versos, se mezclan los colores y comienza a diseñarse la puesta en escena. Poco después llegaron los periódicos y se desarrollaron las columnas de opinión, y lo que había comenzado como arte acabó convertido en propaganda.

Rafael Alonso Solís

(La Opinión de Tenerife, 23 de septiembre de 2015)