Gabriel de Araceli

No fue fácil la corta vida de Juan de Yepes Álvarez. De niño huía de la extrema pobreza, el hambre y las penurias en que le dejó la orfandad de padre en aquellos campos de Castilla ásperos y oscurantistas. Y de adulto huyó del desamparo, de la persecución y de la envidia con que le distinguieron los suyos, la Iglesia. Aunque tal vez esta, en un raro gesto de contrición por el celo con que le había maltratado, le recompensara nombrándole socio preferente y le santificara como San Juan de la Cruz. Infatigable, invencible caminante en busca de la perfección del alma, de espíritu puro y elevadas aspiraciones, también prosista encargado en guiar las almas de los jóvenes novicios. Y, sobre todo, poeta: Buscando mis amores, iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras.

Vida de peregrinaje agónico a golpe de sandalia de carmelita descalzo, funda que te funda conventos y poniendo orden en las desórdenes religiosas. Conversaciones extáticas con la otra santa, Teresa, amarraditos los dos, espumas y terciopelos en el convento de la Encarnación, en Ávila, 1572, que aún olía a la pólvora y al salitre de Lepanto, un año antes. Él tenía treinta años y ella cincuenta y siete cuando se juntaron para platicar de lo divino, que ya lo habían hecho antes muchas veces: Apaga mis enojos, pues que ninguno basta a deshacellos, y véante mis ojos, pues eres lumbre dellos, y sólo para ti quiero tenellos.

Y hablarían de lo humano, que era que se recogían y retiraban en aquella recoleta alcoba conventual, apenas un retrete de techo bajo, y se les iban las horas y los días en mirarse con regocijo y escucharse en desmesura y les subía de las entrañas una llama de amor vivo, un no sé qué que los volvía más divinos, o más humanos, que hasta Bernini lo supo e inmortalizó el momento con un éxtasis marmóreo, la santa traspasada por el venablo de un ángel, arrobada por la carnalidad de Juan de Yepes Álvarez:  Allí me dio su pecho, allí me enseñó ciencia muy sabrosa, y yo le di de hecho a mí, sin dejar cosa; allí le prometí de ser su esposa.

San Juan de la Cruz, su poesía encendida, ese verso flamígero divino que desata la libido del lector y le zarandea por el vértigo de la zozobra amorosa, por la pasión desatada de la promesa del placer humano: Entrado se ha la esposa en el ameno huerto deseado, y a su sabor reposa, el cuello reclinado sobres los dulces brazos del amado.  

Quizás el misticismo de sus versos se enarbole de erotismo y rezumen sus palabras un gozo interior, un cauce desbordado en frenesí, en la excitación de una gloria de los sentidos. Su poesía le sirvió de escudo contra el rigor carcelario que sufrió, fue su consuelo contra la estulticia eclesiástica coetánea y un deseo enmascarado de pasión: Gocémonos, amado, y vámonos a ver en tu hermosura al monte o al collado do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura.

No llegó a los 50 años el poeta (1542-1591), que se lo llevó una septicemia al lado de su Santa. Noche oscura; Cántico Espiritual; Llama de amor viva. No es muy conocida su prosa doctrinal con la que aconsejaba a los catecúmenos a los que cuidaba espiritualmente en su labor docente. Por eso hay que leer a san Juan de la Cruz, el poeta más excelso quizás del siglo XVI, quizás el más breve. Su no muy extensa obra poética alborota aún hoy los sentimientos, son muchos los amantes que se entregan a sus versos porque su poesía está hecha de incendios que alteran la primavera de los corazones: ¡Cuán manso y amoroso recuerdas en mi seno donde secretamente solo moras y en tu aspirar sabroso de bien y gloria lleno cuán delicadamente me enamoras!

Noche oscura

1. En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.

2. A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

3. En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

4. Aquésta me guiaba
más cierto que la luz de mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

5. ¡Oh noche que guiaste!
¡oh noche amable más que el alborada!
¡oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

6. En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

7. El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

8. Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

Unamuno y Juan de la Cruz

Aquel casi siempre malo y a veces tan pedantesco poeta que fue don Miguel de Unamuno no vaciló en dejar caer sobre las aguas de los ríos que cantaba todo el abuso de la facilidad formal… Mientras el imperturbable frailecillo carmelita, gélido, insípido, al par que empalagoso como un helado-polo de agua mineral azucarada, acierta a simular con los habilidosos acordes de una lira magistralmente tañida… una sensualidad de la que carece por completo el desabrido catedrático. Rafael Sánchez Ferlosio. Campo de Retamas. Página 118.

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