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Charles Darwin se bajó un día del Beagle y se sentó en la playa. Tras unos minutos, la placidez del paisaje y el murmullo de los pájaros le indujo el sueño. Cuando abrió los ojos se quedó pasmado al encontrarse rodeado de animales de todas formas y colores. Para su sorpresa, en lugar de las vacas Hereford que pastaban en los prados del condado de Shropshire –donde había crecido–, el mundo era diverso como un caleidoscopio, y allí donde la naturaleza se había desarrollado en libertad las especies se habían multiplicado hasta generar un circo inimaginable, una ensalada de organismos producto de la historia del universo en su recorrido y resultado de algo inherente a la realidad: la complejidad creciente de todo lo visible. Algo que se expresa igualmente en cualquiera de las divisiones en que el intelecto de una de dichas especies se ha especializado para ganarse la vida y satisfacer su curiosidad. Entre el azar y la necesidad, las cosas han evolucionado en la dirección de una complejidad creciente, la cual ha afectado tanto a la biología como a la física, a la sociología como a la economía, al arte como a la cultura. En un agudo ensayo sobre la complejidad del mundo, Jorge Wagensberg llamó la atención sobre el carácter inmovilista de la termodinámica clásica, a la que llamó termoestática por no contar con el efecto del tiempo e imaginar una realidad de estados homogéneos en la que la irreversibilidad no es considerada. Pero ése, guste o no, no era –no es­– el mundo real. Hace unos días, Mariano Rajoy, a la sazón presidente en funciones, salió de su casa y se dirigió al Congreso de los Diputados para participar en su constitución. Probablemente como todas las veces en que se sienta en su escaño, cerró los ojos por un instante y soñó que ya sólo era registrador de la propiedad. De repente, nuevos sonidos y olores le hicieron salir de su ensimismamiento. Al abrirlos de nuevo se encontró con que el dinosaurio ya no estaba solo, sino que una multitud de especies, para él ignotas, se paseaba por los pasillos del hemiciclo como si tuvieran derecho a hacerlo. Ya no se trataba únicamente de que las corbatas adoptaran estilismos diferentes, aunque siempre dentro de un orden, sino que las formas eran diversas y la estética no se restringía a un único y rígido uniforme, en un reflejo de la heterogeneidad que se daba en la calle, y que él desconocía por pisarla en raras ocasiones. Rastas repujadas, camisetas de concierto y tetas a la vista, el descubrimiento debió de resultarle sumamente inquietante. Porque si las leyes de cualquier tipo son deterministas ­­–si no lo fueran se negarían a sí mismas– la realidad a la que pretenden proporcionar normativa no lo es. La evolución que Darwin predijo al observar la riqueza visual y vital que la naturaleza había producido a su alrededor, sencillamente desenrollándose, se manifestaba ahora delante de los ojos marianos en todo su esplendor.

Rafael Alonso Solís

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