Resumen de lo publicado: Ángel Cabrera Latorre fue un eminente zoólogo y paleontólogo que vivió en un convulso momento de la historia, durante la primera mitad del siglo XX. Y en dos mundos, España y Argentina, en los que brilló por su ciencia y por su humanidad.
Ángel Aguado López
Julieta desliza el pincel con mimo sobre el cartón. Se detiene, retrocede la cabeza y por el jardín se oye el borboteo de una fuente o tal vez sea un mirlo que le trina a la primavera la alegría de vivir. Julieta no está conforme con los bigotes del lince que pinta, o quizás sean las orejas apuntadas o la mirada felina, o la exigencia de ella lo que no le gusta. Pero al final siluetea con tinta china un perfil felino y el gato parece escapar del papel y acechar al mirlo como si en Doñana se tratare y Julieta no existiera a pesar de la mueca que repuja su rostro encendido porque algo así deseaba plasmar. Llueve fuerte en el jardín, granizo del mes de octubre de la primavera austral, bañado de rocío y plata el lince tras los sauces llorones. Piranesi se asoma al cartón y la mirada de Julieta parece que copiara el virtuosismo de Durero o la alegría juvenil de Ángel Cabrera con sus acuarelas dibujando la Capra Pyrenaica Victoriae para la reina Victoria Eugenia de Battenberg. No fue fácil fotografiar al lince, casi más difícil que pintarlo, días y días escondida en un refugio camuflado en la espesura de una reserva de la biosfera. Fue solo una centella, el gato apareció apresando al conejo y ella lo fotografió en una ráfaga que espantó al animal. Ser mujer, fotógrafa de naturaleza o ilustradora o naturalista es una profesión difícil en tiempos en los que el ecosistema se degrada más aún que la conciencia de los gobernantes que condenan al mundo a la destrucción. Pero ahora está acá con su carpeta de dibujos y fotos de allá y los pinceles duermen amartelados de trementina y sus ilustraciones son como trofeos expuestos en un salón que los visitantes cibernéticos ven asombrados, como esa pared del museo poblada de cabezas de mamíferos disecados por los hermanos Benedito. Ilustradora, zoóloga, paleontóloga y mujer, lo más difícil de todo.

Lince ibérico, ilustración de la zoóloga Julia Rouaux, de la Universidad de La Plata, Argentina.
Nunca lo tuvo la mujer fácil. Menos cuando se emparejaba con un artista, o un notable, o un científico. Nadie habla jamás de Dora Maar, o de Gerda Taro, nadie sabe de la terrible soledad de Mileva Maric, la primera mujer del Nobel eterno, o de Helena Fourment, que se casó con un hombre 37 años mayor que ella. Porque ellos eran Picasso, o las fotos de Robert Capa o el pelo alborotado de Einstein, o las gracias desnudas de Rubens. Son los hombres los que figuran en la historia y los que la escriben.
–María era la luz de Antonio, estuvo siempre a su vera, a su sombra, sin querer se escondió porque Antonio López es un artista tan genial que engulle como una estrella gigante, un Aldebarán de la pintura, a todo lo que a él se aproxima. Y María Moreno, a la que todo el mundo admira ahora que ya no puede pintar prefirió el trabajo callado y posar tras Antonio, aunque el papel que la deparase el arte fuera principal. Prefirió la figuración antes que un protagonismo que, sin duda merecía pero que por ser mujer le resultó difícil conseguir. Sólo hace dos años que expuso sus cuadros en Madrid. Y fue una exposición colectiva con todo el grupo de Vallecas, con todos los López, porque exponer también es exponerse y ella estaba, o creía estarlo, más segura tras la altura enorme de Antonio.
Simón Camus habla igual que cuando en el MNCN explica a los visitantes el panorama científico del primer cuarto de siglo en España, o los yacimientos de Villaverde Bajo donde se encontraron los restos del palaeoloxodon anticuus, un elefante, a fin de cuentas. Y escucha el silencio que la expectación de sus palabras refleja en el rostro de Julieta Grecó, la paleontóloga argentina venida desde La Plata para estudiar las obras que aún quedan de Ángel Cabrera en el MNCN.
–Mientras que todos los López: Antonio, Francisco López Hernández, su hermano Julio, o Lucio Muñoz conseguirán ser unos artistas respetados incluso en vida, Antonio López debe ser el artista vivo más reconocido del mundo en la actualidad, sus mujeres, sin embargo, apenas si son conocidas.
Julieta escucha hipnotizada el torrente de datos que Simón arroja por su boca porque el arte, o su explicación es la profesión común de ambos. Y Julieta quiere empaparse de arte y conocer de cerca a los vallecanos realistas y a los informalistas de El Paso. El tenebrismo de Antonio Saura o las arpilleras de Millares o la fuerza de las esculturas de Martín Chirino o Pablo Serrano. Y por eso ha ido a todos los museos en las dos semanas que lleva en Madrid y ahora, en un café de Lavapiés escucha las palabras de Simón, guía y acompañante desde que, en aquella visita al MNCN, le pidiera que le hablara de los dibujos y pinturas de Cabrera.

Las azaleas rosas. 1994. María Moreno.
–La pintura de María Moreno, o Isabel Quintanilla o de Amelia Avia, o de Esperanza Parada tiene un nexo común, su interioridad. Son mujeres y artistas, reflejan un mundo íntimo, interno, privado, lo femenino. Isabel pinta muebles, su mesa de aseo, unas flores sobre una bandeja. María pinta trozos de su intimidad, su casa, su jardín, sus azaleas, su calle, unos salmonetes vivos de eternidad colgados en un rincón. María pinta su atmósfera doméstica, lo rural que hay en la ciudad. Salir a pintar con Antonio era difícil porque Antonio intimidaba con su presencia a cualquier artista y María se refugia en el alma de las cosas, en los entornos de las transparencias cercanas, huye de la realidad, es una persona introvertida. Es la forma de liberarse de la presencia de Antonio, de lo masculino. Cuando pinta con Antonio la puede la oscuridad, la presión de ser la mujer de un artista genial, único, indiscutible, un monstruo del arte. Y en su soledad pasa de la pincelada oscura que le amedrentaba con Antonio a la luminosidad radiante de la luz madrileña, de su luz de artista. «Mari pinta porque le gusta» –dice el mismo Antonio de su mujer–, en sus bodegones, en sus flores vuela a su espacio más espiritual, más puro, más fácil. Cubrir las espaldas a Antonio durante toda la vida era un trabajo extenuante.
Quizás sea porque Simón es un profesional de la palabra, o porque es un hombre y a ella le interesan los hombres, quizás porque el acento nuevo la seduce y quiere escucharlo para aproximarse más a la personalidad y al mundo del científico que ha venido a estudiar. La carpeta de las fotos familiares que allá en La Plata le enviaron están sobre la mesa del café. Simón revisa la intimidad desconocida del libro de recuerdos fotográficos de una familia, la Cabrera-Aguado con esa curiosidad adquirida en su museo, con ese gusto por el detalle escondido y ella siente pudor porque le descubre a un desconocido una intimidad ajena, la de unas personas que hace noventa años trasladaron sus emociones lejos de sus orígenes. Y ella es la guardiana de esos secretos que dormían décadas olvidados en un álbum de fotos amarillentas y semiveladas por un tiempo ondulatorio.
–En parte tenés razón –le responde Julieta, –todos los honores quedaron de la parte del investigador, del hombre de ciencia que llegaba de España. Pero no venía solo, con él llegaba su mujer y sus hijos, a un país extranjero, a El Dorado que no por eso les era conocido o sencillo. Porqué allá eran extranjeros, por más que les dieran la nacionalidad a los pocos meses de arribar. Y fue María Aguado, su mujer, la que tuvo que poner orden en una casa, con dos niños pequeños, en otro mundo. Y durante cuarenta años estuvo en segundo plano, al lado del naturalista genial que recogía todos los honores y todos los premios y todas las felicitaciones y todos los agradecimientos de academias y de museos y de instituciones. Un trabajo enorme el ser la mujer de una celebridad intelectual, seguirle al otro lado del mundo, dejar tu país, tu familia y seguir a tu marido cruzando un océano inmenso. Solos los cuatro.
Simón observaba las fotos de la carpeta de Julia. La dama sentada en un sillón parecía salida de un cuadro de alguno de los Madrazo. La sonrisa plácida de una Gioconda expectante, rostro distendido, pose equilibrado y sereno, mujer de buena posición, tal vez la musa de un artista, una Clotilde de Sorolla bajo el prisma de J Zuccolillo, el fotógrafo platense, Diagonal 8º, nº 835, ligeramente virada a sepia. Fechada el 1 de diciembre de 1929, en la cima de su esplendor vital, sonriente y satisfecha con lo que la vida le había dado, medio siglo de vida y en el bienestar de un país encaramado en lo más alto.
–Sí, la foto transmite confianza y seguridad, se sabe vencedora, aunque haya contribuido al éxito desde su papel secundario. Un rostro tranquilo, sin ansiedad, reflejo de una mente despejada que sabe que han triunfado los suyos y lo suyo. Y sin embargo, fíjate en este pequeño detalle caligráfico que a cualquier experto grafólogo le resultaría curioso. Su firma avanza y declina en sentido vertical, en lugar de mantenerse horizontal va cayendo como si se conformara con ese rol secundario, de figurante familiar que ella ha querido representar en la función de su vida, a la sombra de su marido, el genio. Y no pone tilde sobre la i de María, solo un punto redondo como si no quisiera añadir un detalle estridente, siempre modulando la dirección familiar.
Julieta observó la fotografía con ojos nuevos y se diluyó en la tranquilidad que desprendía el rostro de la foto.
–Y esta otra de él debe ser algo anterior, porque muestra a un hombre de unos cuarenta años, aproximadamente.
La fotografía es un retrato clásico, un plano medio, con un fondo diluido y ligeramente gris sobre el que se apoya el rostro decidido de un caballero solvente.
–Debe ser sobre 1920, porque en la foto en la que Ángel Cabrera aparece con el equipo del dinosaurio Carnegie, en 1913, se le aprecia más joven, con bigote. Y aquí se lo ha afeitado, un semblante despejado, no necesita artificio para demostrar su calidad. Además, la foto es de Alfonso, uno de los más reconocidos fotógrafos de Madrid. A su estudio de la calle Fuencarral acudía lo más ilustrado del mundillo intelectual y artístico del momento. Que te fotografiara Alfonso era un detalle de distinción.
Las dos fotografías hablaban bien de sus protagonistas y aunque cada foto se hubiera tomado en un tiempo, en un país y por un artista diferente la conjunción de los personajes parecía ideal, como bocetos para un cuadro de familia que pintara un alumno de Thomasz Key del siglo XX. Un perfecto equilibrio, el señor y la señora Cabrera Aguado, Ángel y María satisfechos de lo que habían conseguido en su vida viajera.
–Y el detalle de las firmas muestra la serenidad de una pareja asentada. En esta María sí ha puesto la tilde sobre la i –dijo Simón mirando el reverso de otra foto–, y ambas firmas se han escrito en tiempo diferente porque el color de la tinta varía, la firma de ella se apoya sobre la de él, como si la base de su felicidad se forjara en un bloque que ambas identidades completan. El conjunto de las dos firmas es un rectángulo de base áurea, la proporción divina, esa relación pitagórica que determina la armonía de las formas y de las personas.
Y así era, ambas firmas superpuestas formaban un todo perfecto, como si Vasari lo hubiera creado para el templo del amor de los Medicis, sobre el Arno.
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