Gabriel de Araceli (Texto y fotos)
Tiene Luis Alberto de Cuenca un no sé qué cuando recita que hace suspirar a las señoras bien que asisten a su conferencia en la Fundación Juan March, en el barrio de Salamanca, en Madrid, el pasado 19 de marzo. «Si solo fuera porque a todas horas tu cerebro se funde con el mío; si solo fuera porque mi vacío lo llenas con tus naves invasoras» inicia Luis Alberto con su voz de novio la lectura de un soneto. Y doña Pilar y doña Sonsoles y doña Margarita y doña Carmen —«Maica, llámame Maica» le diría ella si pudiera abordarle después, en el vestíbulo— sienten un vahído adolescente teñido de impúdicos deseos. «Si solo fuera porque me enamoras a golpe de sonámbulo extravío; si solo fuera porque en ti confío, princesa de galácticas auroras» recita el poeta y ellas pierden por un instante el rubor dejándolo a su cuidado entre las azucenas olvidado.

Luis Alberto de Cuenca durante la conferencia que pronunció el pasado 19 de marzo de 2019, en la Fundación Juan March, en Madrid.
Tiene buena figura Luis Alberto de Cuenca. Y sus años, que parece no tenerlos, tímido y risueño, hace gala de masculinidad y fino humor, que le viene de familia la inteligencia y la distinción, que en cuarto de bachillerato, brillante alumno del Colegio el Pilar, le regaló su padre las obras completas de Shakespeare y él se las leyó a la vez que a Bécquer. «Allá en el colegio nos hacían competir entre nosotros por conseguir la mejor calificación, todo lo contrario de lo que hace la pedagogía actual. Entablábamos combates líricos. Y yo me iba por los cerros de Úbeda, me podía la elocuencia y llenaba hojas y hojas de versos barrocos que me puntuaban menos que a los otros. Y aquellos fracasos me sirvieron de aprendizaje, me desnudé de aquella jungla de palabras espesas porque comprendí que la claridad, la sencillez son importantes tanto en la poesía como en la vida».
Y de ese germen familiar, que combinó con la lectura, surgió el poeta y exploró los universos helénicos, que siempre prefirió el mito al logos, la fantasía a la historia. Y se recreó con Eurípides y Calímaco y con Guillermo de Aquitania y el humanismo renacentista «porque uno desea convertirse en humanista antes que en intelectual, que es cosa muy sórdida».
Y en la tercera fila, doña Pilar —«Piluca, llámame Piluca» le diría al poeta, a Adonis— esboza una sonrisa, herida por el verso, por Cupido, y se abandona: «si solo fuera porque tú me quieres y yo te quiero a ti, y en nada creo que no sea el amor con que me hieres».
Y descubre Luis Alberto su vena gamberra, que fue letrista de la Orquesta Mondragón y es amigo de Gurruchaga, que anduvo por la movida madrileña plantándole cara al jaco que a tantos se llevó por delante y escribía letras chirriantes y cañeras: «Cuando vivías en la Castellana usabas un perfume tan amargo que mis manos sufrían al rozarte y se me ahogaban de melancolía. Si íbamos a cenar, o si las gordas daban alguna fiesta, tu perfume lo echaba a perder todo. No sé dónde compraste aquel extracto de tragedia, aquel ácido aroma de martirio».
Y cuando doña Constanza, que vive en la Castellana se entera, además, que Luis Alberto es un troglodita, que le escribe letras a Loquillo y comparten bocatas de calamares y mahous rejuvenece treinta años y quisiera rebozarse sus morros con el poeta en algún garito apestoso, en un extracto de tragedia de engrudos y pachuli en Malasaña: «Pero es que hay, además, esa mirada con que premian tus ojos mi deseo, y tu cuerpo de reina esclavizada».
Poemas al padre generoso, poemas oníricos, materia primera para el psicoanálisis, para el estudio del ego profundo, del inconsciente. Y recuerda Luis Alberto a aquella novia primera, casi adolescente, a la que tanto amó. Por la que se matriculó en Derecho, para esperarla un año y después ir juntos a Filosofía y Letras. Amor sesgado por la tragedia, que falleció ella con diecinueve años y él quedó compuesto, o descompuesto, y sin novia. Su Rita a la que trasmutó el nombre por Arit. Y doña Margarita, desde la segunda fila, sueña que está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar, su aliento, y por un momento confunde a Rubén con Luis Alberto.
«No es el hombre el que elige. Es la puerta, entreabierta, a la que te asomas la que decide por ti. Con lo que ves aceptas un destino que quizás nunca antes pensaste» dice de su paso por la política. «La política está bien, sirve para comprender lo más intrincado del alma humana. Salí bastante indemne de ella, afortunadamente».
Y habla de su amor a los libros, de la fascinación por todo lo relacionado con la edición bibliográfica, de su pánico por las erratas. «Que haya una sola errata en un libro es como destruir la armonía de las letras». Y fue para él un honor y un deleite dirigir la Biblioteca Nacional porque pudo emular a Borges, que estuvo al frente de la biblioteca nacional argentina —«un desastre, Borges, como director» aclara—, al que leyó “tardíamente”, «a partir de los veinticinco años».
«Me divierte la cultura, la lectura es un placer, ayuda a divertirse» dice. Y se rompe el embrujo cuando se despide, cuando solo queda la evanescencia de su ausencia. Y doña Piluca y doña Maica y doña Sonsoles y doña Constanza despiertan del embozo y corren a saludar al poeta, al hombre, que a todas corresponde con su verbo, con su verso.
«¡Ay, señor! ¿Y mi Luis Alberto, cuándo llegará?» se pregunta doña Rita tras besarle la mejilla.