Ángel Aguado López (Texto y fotos). Madrid, 26 de noviembre de 2019
TIENE MANUEL VICENT UN PERFIL DE PROCÓNSUL romano tallado en mármol y una mirada mefistofélica. El público que asiste a su charla con Antonio San José, el viernes 22 de noviembre de 2019, en la Fundación Juan March —No hay entradas, diría un taurino—, mayoritariamente femenino, le escucha con cierto temor porque Maximus Manuel Vicent se declara presocrático —qué es eso, le pregunta doña Carmen, señora bien del barrio de Salamanca, a su hija Berta, de la facción progre— y asegura que «ni la moral socrática ni su idealismo han sido superados dos mil años después, pero sí las justificaciones para ignorarlos». Y cuando Vicent continúa con que «la mente humana expande continuamente una catarata de idioteces por las galaxias colindantes, que este planeta es un insufrible gallinero, que toda la inteligencia que el hombre necesita es para sobrevivir en los 200m que habita, que en el año 2050 la inteligencia artificial habrá superado a la humana, que en esa fecha el hombre hará lo que a las máquinas les dé grima hacer y que seremos los basureros que recojan los excrementos que desechen los robots» a la señora bien le dan sofocos y tiene que refrescarse con el abanico. «¡Señor, señor, qué cosas suelta Vicent!» —se dice doña Carmen.

Manuel Vicent el pasado 22 de noviembre de 2019 en la Fundación Juan March, en Madrid.
Y expresa Maximux Manuel Vicent pensamientos sobre el arte y la cultura que incluso al moderador alborotan: «Ahora el arte está en extraer una mirada en los cuellos hormonados de los pollos que acaban en el cubo de basura. ¡Si hasta un garrote vil expuesto en una galería de arte parece un chillida!», y doña Carmen se masajea el cuello —¡no es nada, no es nada!, se dice colocándose en el escote el pañuelo Chanel regalo de su hija progre.
Y dice Vicent que ya no le gustan los toros, que «los taurinos son unos cursis, ya sean lorquianos (de Federico), o albertinos (de Rafael), y no ven la sangre del toro y que los antitaurinos solo ven sangre en el toro». Y habla de cine, de Berlanga y de que «Azcona estaba tan sobrado de ingenio que no tenía envidia de nadie, pero todos le envidiaban».
Y Vicent recupera su lado estoico, se vuelve frágil y la audiencia agradecida le escucha con reverencia. «Como decía Ferlosio, no soy de valores eternos, sino de placeres efímeros. El placer está antes de traspasar los límites. La vida consiste en sorprenderte de que aún estás vivo al despertarte y la mayor riqueza es demorarse durante las abluciones matinales que preceden al desayuno y la lectura del periódico. La felicidad es eso, el camino que hay de la tostada a la noticia». Y descubre su lado periodista, ese que eligió hace más de medio siglo emulando a Azorín y abandonando el derecho porque “quería salvar a la humanidad escribiendo noticias”. Se perdió un letrado cuando llegó a un Madrid por el que aún deambulaban las cabras por la Avenida del Generalísimo. Y en el refugio del Café Gijón se ganó un letrista.
Era el periodismo de la Ley de Prensa de don Manuel Fraga Iribarne, aquel superministro franquista al que le cabía todo el Estado en la cabeza, el que suprimía la censura previa y después clausuraba periódicos. Y rememora Vicent el artículo que llevó al cierre temporal del diario Madrid: “Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle”, en mayo del 68, cuándo si no, que el régimen consideró un ataque imperdonable a su Excelencia. “Pellizquitos de monja” que Fraga aplicaba con mano de hierro. Allí empezó en 1970, un año antes de su cierre y tres antes de su voladura, su oficio con una crónica sobre la muerte del dictador portugués Oliveira Salazar.

Manuel Vicent el 13 de enero de 2007, en la Plaza de Colón, Madrid, en la manifestación contra ETA tras el atentado que los terroristas vascos cometieron en la T4 del aeropuerto de Barajas.
«El papel impreso es un documento que se va pudriendo con el tiempo. Sin embargo, lo que digas en internet permanece para siempre, no se puede borrar. Aunque esté en algún lugar incógnito alguien lo rescatará del anonimato y lo hará público. Lo hemos apestado todo».
Y Maximux Manuel Vicent recuerda aquellas cabeceras impresas que combatían con ingenio a la censura: «Lo maravilloso era decir lo que quisieras sin ir a la cárcel: Reina en toda España un frente general proveniente de Galicia». Aquellos tiempos de Triunfo —«la biblia canónica del periodismo, nadie opinaba sin leerlo antes, aunque más de la mitad lo escribiera Manuel Vázquez Montalbán, aunque Haro Tecglen mirara de reojo»—, del humor blanco de Hermano Lobo, del humor político de Por Favor, de Chumy Chúmez, de Gila, de Forges, de OPS, de El Perich… Hasta que en 1977 le llamó Juan Luis Cebrián y cambió su barquito de vela en Denia por las crónicas parlamentarias. Comenzaba la transición y el bar del Congreso era la cocina donde se fraguaba el futuro de España.
«En aquella legislatura del 77, la palabra enemigo se cambió por adversario. Aquello fue el espíritu de la Transición».
Y desde aquellas consumiciones, primero de cafés con leche y mahous, y después de wiskis, Vicent relató para las páginas de EL PAÍS los jugosos encuentros entre Suárez y Felipe y Fraga y Guerra y Carrillo y la Pasionaria y Alberti y… «Al principio, los 20 diputados comunistas no bajaban al bar porque les parecía muy frívolo. En el banco del grupo mixto coincidían Blas Piñar junto con el canario y excomunista Fernando Sagaseta, o el demonio de Euskadiko Ezquerra: Juan Mari Bandrés. Piñar, sentado al comienzo de la bancada mixta, tardó cinco meses en saludar a Bandrés. Al final acabaron tomando cafés en el bar, hablando entre ellos. Si Gil Robles e Indalecio Prieto se hubieran tomado un café en el Congreso durante la República no hubiera habido Guerra Civil. En aquella legislatura del 77, la palabra enemigo se cambió por adversario. Aquello fue el espíritu de la Transición». Hace Vicent una pausa y echa mano a la memoria para rematar que «fue en la segunda legislatura de Aznar, del 2000 al 2004, cuando al adversario político se le volvió a llamar enemigo» y un silencio incómodo se extiende por el auditorio como si hubiera escrito en el aire una de sus crónicas-reflexiones de fin de semana, de fin de siglo, o del principio de la confrontación.
«Fue en la segunda legislatura de Aznar, del 2000 al 2004, cuando al adversario político se le volvió a llamar enemigo».
Y para levantar el ánimo de los asistentes chascarrea Maximus Manuel Vicent anécdotas sobre sus novelas, sobre la biografía que escribió de Aguirre, el magnífico, que comenzó con aquellas risas entre el Alba y el Borbón blandiendo cantimpalos durante la entrega del Cervantes a Torrente Ballester, en 1985. Y cuando se cierra la charla entre los aplausos del respetable entregado, Berta, la hija progre de doña Carmen, sale de estampida con dos libros en la mano y ocupa la primera plaza de la fila de aspirantes a firma.
—Para Rodrigo, mi amante, señor Vicent, dedíqueselo a él. Y este para mí, Berta.
Y Maximus Manuel Vicent dedica los libros para Rodrigo y para Berta y a ella le salen las sonrisas de la felicidad de oreja a oreja como si se hubiera despertado del sueño y corriera de las abluciones a las tostadas y del desayuno a las noticias del periódico.
—Así que tienes un novio, Berta —le suelta en un aparte doña Carmen a su hija.
—No, mamá, es un amante. Y está casado.
Y a la señora bien, doña Carmen, le vuelven los sofocos.

En esta fotografía tomada en el Café Gijón aparecen de izda. a dcha: Clemente Auger (jurista), Javier Cobos (cigarro), camarero del Gijón (de pie), Álvaro de Luna (actor), Pepe Díaz, Manuel Vicent, Tito Fernández (dtor. de cine), Martínez Zato, general Varela, Alfonso, el cerillero del Café Gijón y la esposa de Tito Fernández. Sentados en primer término están Manuel Alexandre (actor), Pedro Burdet y Pedro Gil. La foto se tomó el 1 de abril de 1989, obra de Francisco Ontañón, uno de los grandes fotógrafos del siglo XX. Imprescindible conocer la obra de Paco Ontañón.