Rafael Alonso Solís
En el espacio en que transcurre el arte –sobre todo aquél cuyas manifestaciones son capaces de generar respuestas viscerales y golpearnos como un directo a la mandíbula, zarandeando los hilos invisibles que unen el corazón con el alma–, la autenticidad y la pureza, en el mejor sentido, son valores generalmente reconocibles. Aunque no sea fácil precisar en qué consisten dichos valores o en qué características del resultado de la creación se basan las sensaciones que provocan. Es posible que no haga ninguna falta. La lectura de un verso, la percepción de un sonido o la contemplación de una imagen son estímulos que nos inducen respuestas creíbles. Tal vez, incluso, duraderas, por lo menos hasta que otra agitación sensorial nos invada y transforme el pasmo en hastío. Ello no sólo incluye a las creaciones humanas, sino a las que muestra la naturaleza en su despliegue, como el murmullo del agua de un riachuelo saltando sobre las piedras, el gesto de una nube baja, que roza una montaña y acaba besándola con ternura o atrevimiento, la mirada limpia de un niño o de un perro, tras las que parece vislumbrarse la esencia de la inmortalidad y la sospecha de lo inimaginable, o el temblor que despierta la pasión amorosa. Meter en el saco del arte todas esas formas de conocimiento puede resultar discutible, particularmente entre artistas –si bien el artista, aunque sea requerido para ello, no tiene por qué dar explicaciones–, pero ha sido planteado con anterioridad, y con cierta frecuencia, por científicos y filósofos. Al fin y al cabo, frente a la libertad del artista para considerarse o ser considerado como auténtico, para que la convicción de su propia sinceridad sea aceptada por los demás, el conocimiento científico no tiene más remedio que ser refutable e inteligible. El conocimiento transmitido por la creación artística, por su parte, nos penetra por la vía rápida y nos abruma con su condición de irresistible, y ello ocurre a pesar de que el sonido o el color no existan realmente, o no lo hagan de manera objetiva, ya que no sólo son creaciones del autor, sino de la propia mente del que las contempla, del observador que las recrea. En cuanto a la relación entre las creaciones humanas y las eclosiones naturales, está justificado y es legítimo preguntarse acerca de quién imita a quién. Queda una tercera forma de acceso al conocimiento –sea el que sea, verdadero o falso, transitorio o duradero–, y es la vía de la revelación, en el sentido, no de un mensaje procedente de los profetas, sino de un hallazgo interior, que seguramente sólo puede incubarse desde el silencio. Pero es ése tipo de conocimiento el que la historia ha mostrado como el más manipulable, el más interesado y del que suelen apropiarse las confesiones, tanto las religiosas como las políticas. Las primeras, al arrogarse nada menos que la interpretación de las señales divinas; las segundas, al pretender, de forma igualmente tramposa, la interpretación de nuestras propias señales.