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Adolfo Suárez, Adulterio, Agustín de Foxa, Amadeo de Fuenmayor, Carmen Pichot, Charcot, Derechos de la mujer, Eisenhower, Feminismo, Fernando María Castiella, Francisco Franco, José Antonio Laburu Olascoaga, Landelino Lavilla, López Ibor, Luis Carrero Blanco, Opus Dei, psiquiatra
Corría el año 1951 en una grande y libre España. Todo hace suponer que la libido del almirante Carrero Blanco, entonces subsecretario de la Presidencia, no fuera precisamente un tsunami a pesar de la numerosa prole que engendró, cinco hijos. El aspecto físico que luce en las fotografías, sin embargo, no le presenta como un ardoroso guerrero sexual, más bien parece de una naturaleza aburrida y de una personalidad anodina y ensombrecida por su apetencia enfermiza por el general Franco. Así pareció corroborarlo su amantísima esposa, Carmen Pichot, mujer de belleza considerable. El caso es que don Luis se pasaba todo el día obnubilado escuchando las parcas palabras del Generalísimo como su servil servidor y olvidó el débito conyugal con doña Carmen, que pensaba que aún le quedaban algunos años de esplendor femenino (tenía entonces 41) y decidió buscarse el cariño de un amante, un teniente coronel, que supliera el desafecto que sufría en su interior. De ello habla tanto Pilar Eyre (con bastante frivolidad) en su libro “Franco confidencial”, como Juan Pablo Fusi en su libro “Franco”, editado en 1995, como Manuel Vázquez Montalbán en su libro «Autobiografía del general Franco» (pág. 463).

Carrero jura su cargo de vicepresidente del Gobierno en 1967 arrodillado a la lucecita vigilante de El Pardo, detrás, a la izquierda, sí, Castiella.
El caso es que doña Carmen Pichot se alegró la vida durante algún tiempo entre ardores guerreros. El elevado (ascendido con posterioridad hasta una quinta planta, recuérdese) almirante supo de su deshonra y se paseaba por El Pardo dando cabezadas como si le pesase la testuz, sin ánimo ni consuelo. Agustín de Foxa, conocido poeta y aplicado franquista comenta con sorna el fúnebre padecer de Carrero durante los consejos de ministros, en los que su sillón se hallaba bajo un trofeo de caza, un ciervo probablemente abatido por el fragor cinegético de su Excelencia: «Lleva los cuernos con una naturalidad tan grande que parece que haya nacido con ellos, ¡qué gran hombre!».
Otro tanto sufría don Fernando María de Castiella y Maíz, insigne jurista y diplomático en el Vaticano de 1951 a 1956, al que con tanto visitar santos y besar anillos cardenalicios también se le olvidó el asunto carnal y tenía a su atractiva y emprendedora esposa, Sol Quijano Secades, trece años más joven que don Fernando, abandonada como monja de clausura, aunque fuese en palacios barrocos o neoclásicos.
Los dos cabeceaban sus desdichas como almas penitentes sin encontrar remedio y recibiendo de tapadillo las burlas sediciosas de los miembros de la nomenclatura franquista. De talante liberal, Castiella fue nombrado con posterioridad (1957-1969) ministro de Asuntos Exteriores y tuvo que renegociar con la pérfida Albión el asunto del Peñón, y con los USA las ominosas condiciones de amistad que en 1953 Franco había firmado regalando España a los yanquis por un plato de reconocimiento internacional y tanques viejos de la guerra de Corea. Que firmara antes el Concordato con el Vaticano (23 de agosto de 1953) que el acuerdo con los gringos (23 de septiembre de 1953) dice mucho de las querencias del Caudillo. A Castiella le honra que fuera el único ministro que se declaró partidario de conmutar la pena de muerte a la que Franco condenó a Julián Grimau, en abril de 1963. No lo consiguió y el caudillo grabó otra muesca más de sangre en su pistola.

Franco despide a Eisenhower el 22 de diciembre de 1959 en la base americana de… Torrejón. A la izquierda el ministro Castiella, entre los mandatarios el general Vernon Walters.
El penar de tan nobles varones enterneció a un becario adelantado del régimen, que vio claro que con su mediar podía aliviar el corazón de ambos próceres y, además, iniciar una carrera política imparable. Un chavalillo entonces don Laureano López Rodó, de 31 años, que había jurado voto de castidad y que nunca conoció mujer, jamás, fue virgen a la tumba, ni una mala paja que se hizo, que todo eran flagelos, penitencias y cilicios.
Las desazones de don Luis enternecieron el alma blanca de López Rodó, que dado su manifiesto desconocimiento en asuntos mujeriegos encargó de la reconversión de la dama “enferma” a otro López, Ibor, que con la ayuda de otros dos psiquiatras numerarios del Opus Dei y dos sacerdotes (uno era Amadeo de Fuenmayor, jurista y moralista implacable, de presencia inquisitiva; el otro era el no menos inquietante jesuita José Antonio Laburu Olascoaga, que había experimentado los métodos del psiquiatra Charcot, director del asilo para mujeres de La Salpetriere, París, en concreto el concepto de histeria femenina) reconvino a doña Carmen Pichot de forma tan efectiva y tan completa que la pobre mujer jamás volvió a dar queja a su marido y abrazó con fervor el brazo de la obra de monseñor Escrivá. Fue una transformación radical que la destruyó por completo y transformó su vida en un valle de lágrimas y en una agonía que, consecuentemente, fue recompensada con la vida eterna al lado de las santas Justa y Rufina, que tampoco conocieron varón.

Laureano López Rodó jura su cargo de ministro comisario del Plan de Desarrollo, 1965.
En premio a los servicios prestados don Luis elevó (elevación esta menos traumática) a don Laureano a los altares de El Pardo y fue el comienzo de una vertiginosa carrera en la que el Opus Dei siempre estuvo en las más altas cimas del régimen. Bueno, como ahora. Peor suerte corrió el amante castrense de doña Carmen, que fue apartado del servicio y desterrado, suponemos que por exceso de afecto.
Algo similar pasó en la figura del ministro Castiella, aunque en su caso no intervino la mano divina de la reparadora obra de dios. El peso extraordinario de aquellas cabezas prodigiosas llenaban de regocijo y callada burla los consejos de ministros del Generalísimo y el tiempo en el que se dieron, las renegociaciones de la presencia americana, la visita posterior de Eisenhower (1959), etc., fue la razón por la que ambos, don Luis y don Fernando María fueran conocidos en secreto como los Astados Unidos de España.
Nota. El adulterio no es delito en España. En 1978, en plena transición democrática, se derogaron los artículos 449 y 452 del Código Penal relativos al adulterio, siendo ministro de Justicia Landelino Lavilla en el Gobierno de Adolfo Suárez, al que don Luis había designado director general de Radio Televisión Española en 1969. No hay mal que por bien no venga, decía el Caudillo.
Gabriel de Araceli

Los tiempos están cambiando. Manifestación a favor de los derechos de la mujer, Madrid, 8 de marzo de 2015. Fotografía de Ángel Aguado López
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