Existe un estado de guerra permanente desde que existe una industria del armamento permanente*

Gabriel de Araceli

Mucho antes de que se empezara a hablar del “realismo mágico”, frente al gallo de hierro de la veleta, el industrioso y andariego Alfanhuí (1951) ya cazaba lagartos a pedradas para secarlos al sol y extraerles el “amarillor” que desteñían. Y un poco después, unos jóvenes domingueros se bañaban en un río sin sospechar que aquellas conversaciones banales en un merendero, trasegando paella y pringándose la espalda de nivea, serían taxonómicamente calcadas por la pluma de un escritor cotilla. Y se transformarían en una novela grandiosa y aborrecida por su autor y por una crítica severa tanto como admirada a partes iguales por otra crítica emocionada y por el gran público: El Jarama.

El Jarama a su paso por Titulcia, un poco más abajo de donde se desarrollan los hechos narrados en la novela.

El éxito le llegó de repente aquel año de 1955 a Rafael Sánchez Ferlosio, que todo fueron premios Nadales y Nacionales de la Crítica. La repercusión cultural, social y mediática de su novela alcanzó el paroxismo y aún hoy es objeto de estudios doctorales tan académicos como profanos. Y Sánchez Ferlosio, un poco hastiado, o sorprendido, de tanto esplendor, decidió aislarse del mundo y durante quince años, quince, de 1957 a 1972, se refugió en su domicilio de Madrid sin contacto alguno con la humanidad. Y ayudado por la dexedrina, anfeta de libre dispensación en las boticas del tardo-franquismo, se dedicó a los “Altos Estudios Eclesiásticos”, eufemismo que enmascaraba un apasionado, voraz y exhaustivo ejercicio del cultivo de la inteligencia y de la autopsia del lenguaje y del silogismo gramatical. Fruto de esa siembra tan bien estimulada brotaron miles y miles de páginas de meditación distribuidas después en varios títulos —Campo de retamas, uno de ellos— y Ferlosio se convirtió en uno de los grandes ensayistas de los últimos cincuenta años, porque no se sabe qué predomina en su obra, si la narrativa, la crítica o el pensamiento. Él confiesa que nunca fue tan feliz como en aquellos años de confinamiento filológico y sacerdocio con la fisiología de las palabras.

Ferlosio era hijo de Rafael Sánchez Mazas, aquel falangista intelectual fusilado —apenas— durante la Guerra Civil dos veces que Javier Cercas recuperó en sus “Soldados de Salamina”; que fue escritor a ratos, cuando no asistía —nunca— a los consejos de ministros que su Excelencia celebraba tras la contienda en El Pardo; poeta de algunos versos del “Cara al sol”, himno del fascismo español, y autor de una más que notable novela muy recomendada: “La vida nueva de Pedrito de Andía”. Y aunque de casta le venga al galgo —es decir, tan aconsejables son el hijo como el padre— Ferlosio deslumbra al lector por una obra trascendental repleta de costumbrismo cruel, lirismo florido y examen e introspección en las evidencias apestosas que cercan la existencia habitual, o la miseria existencial del individuo.

En sí, la vida de Ferlosio es un exceso de estudio y de pasión por la escritura y por el pensamiento. Genio heterodoxo, maldito y brillante, angustiado e hiriente. Hombre huraño y de temperamental carácter, sin embargo, frecuentó al principio de los cincuenta del siglo XX la amistad de otros grandes escritores de su generación, la de los “Niños de la Guerra”:  Ignacio Aldecoa, o Jesús Fernández Santos —digno de una reseña más amplia que dejamos para otra ocasión—, o de Carmina Martín Gaite —aquella jovencita, musa deseada de una generación, que fue su esposa durante diecisiete años. Las desgracias se cebaron en el matrimonio con la muerte de sus dos hijos. ¡Brillante ella, brillante su tesis “Usos Amorosos de la posguerra española”!—. Y a aquellos años de fluida producción literaria, tras el paréntesis de su enclaustramiento, siguió su intensa actividad de articulista y crítico en periódicos y revistas que le confirieron un aura de pétreo e inconformista fiscal de las letras, capaz de desmontar con sus palabras las imbecilidades y modismos que el país vivió con los excesos del café para todos salidos de las expos universales y olimpismos de los 90. Recuérdese aquel demoledor artículo sobre el éxtasis de la cultura que el gobierno socialista, nacido apenas dos años antes, intentaba promover como señal del triunfo de la nueva España y del cambio que se avecinaba:  https://elpais.com/diario/1984/11/22/opinion/469926007_850215.html   

¿Le propondría la cartera de Cultura Felipe a Ferlosio? Nunca lo sabremos.

Se ha de empezar a leer a Ferlosio por la magia de Alfanhuí, ese niño andarín y silvestre amante de las veletas y de las salamandras y de don Zana y de la Silve y de la señorita Flora y otras menudencias. Y después continuemos con El Jarama, la obra más denostada del autor, que puede llevar al tedio o a lo más sublime al lector porque está hecha con el sudor, con los sueños y con las ansias, con las derrotas y banalidades de cualquier humano. Y cuando hayamos aspirado todo el aroma de tan gentiles páginas y si todavía nos quedan ganas de Ferlosio, adentrémonos en sus Altos Estudios Eclesiásticos, en cualquiera de sus numerosos títulos, aunque esta tarea parece gruesa y más propia de cardenales aspirantes a la tiara pontificia del conocimiento que de deleitosos y modestos catecúmenos amantes de los libros terrenos.

Sí, Ferlosio estaba en estado de guerra permanente contra la imbecilidad porque la imbecilidad está en estado de guerra permanente contra la razón.

Otros enlaces en esta pantalla que hablan sobre la obra de Ferlosio:

https://escaparateignorado.com/2017/01/04/ferlosio-cumple-anos/

https://escaparateignorado.com/2015/12/17/dexe-que/

https://escaparateignorado.com/2018/07/27/legionarios/

https://www.fronterad.com/la-bella-prosa-fue-lo-del-alfanhui-donde-hice-lo-que-mas-tarde-mas-he-odiado/

Vida y muerte de Rafael Sánchez Ferlosio