Agustina de Champourcín

      Un cóctel con croquetas, pollo asado y ensaladilla rusa. Valdepeñas, tinto. Café, anís del Mono o coñac Tres Cepas. Las señoritas fumadoras, escasas, eran obsequiadas por el padrino, el hermano del novio, con cigarrillos rubios de tabaco inglés. Faria para los caballeros. Ese fue el menú con el que celebraron la boda Tina y Ángel. Aunque pocos podían ofrecer un ágape así a los invitados, no corrían buenos tiempos. En 1959 España estaba al borde de la bancarrota y el consumo de carne en esa fecha por habitante era inferior al de 1936.

      Las novias no siempre iban de blanco al altar, obligatorio, el altar, por el Concordato firmado por el Generalísimo con el Vaticano en agosto de 1953. Con posterioridad, en septiembre de ese año se firmó el acuerdo con USA por el que Franco entregaba el territorio español a los yanquis a cambio de tanques viejos de la guerra de Corea. Eisenhower se dio un garbeo por Madrid, casi un día, el 21 de diciembre de 1959. Franco corrió a hacerse la foto (obra de Jaime Pato, aquel grandioso fotorreportero) con Dwight. Ir de blanco era un gasto que las novias no podían permitirse. Era más práctico casarse con un vestido de fiesta que pudiera utilizarse después en ocasiones señaladas, como las bodas de las amigas. Las modistas imitaban los modelos de Balenciaga, el creador de moda y de la elegancia, que tenía entre sus musas a Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol, también conocida por ser la amante de Jamón Serrano Suñer, el concuñado falangista al que La Collares vetó su asistencia a las fiestas que cada 18 de julio se celebraban en el palacio de La Granja. En la Puerta del Ángel, un barrio madrileño, había un hombre lobo. Enrique Villalba, amante y pío padre de familia. Jefe local de Falange, también cerrajero y depredador de hembras. Alardeaba, tras pimplarse el quinto tinto en el bar Casa Vela, siempre invitado, de que «éramos como dioses, los amos del barrio [paseo de Extremadura y aledaños]. Venían las mujeres a pedir trabajo a la comisaría de Falange de la calle Guadarrama. Eran casi todas viudas de rojos, la que quería trabajar tenía que pasar por la piedra. Yo solo me follé a más de veinte, a algunas varias veces. ¡Fue la hostia!».

      Aquello era la hostia. Sí, las que repartía el régimen. En 1956 la tensión crecía en la universidad. Un año antes había fallecido José Ortega y Gasset, el de la España Invertebrada que tan de moda está ahora: “Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo”.  Los hijos de las familias patricias protestaban por la represión del gobierno. A la lucecita encendida de El Pardo no le cupo más remedio que detenerlos. Y los calabozos de la DGS, la Dirección General de Seguridad, que estaban en la Puerta del Sol, sí, debajo del reloj, y en la que comenzaba su ascensión imparable el supercomisario Conesa, se llenaron con los herederos de aquella oligarquía que tan comprensiva era con el Caudillo. José María Ruiz Gallardón (papá del Gallardón cheli), Dionisio Ridruejo (qué hace un chico como tú en un sitio como este), Ramón Tamames (¿cómo qué?, ¡comunista!), Javier Pradera (un agasajo postinero de la crema de la intelectualidad), Enrique Múgica (la importancia de llamarse Herzog), Sánchez Dragó (desde la Internacional al Mein Kampf pasando por el Cara al Sol), y Miguel Sánchez Mazas Ferlosio (hijo, hermano, cuñado, tío de la creme), entre otros excelentes muchachos pasaron varios días a la sombra. La tensión entre falangistas, militares y monárquicos crecía y su Excelencia lo arregló repartiendo café con leche. Cesó en febrero de 1956 al ministro de Educación, Joaquín Ruiz Giménez, democristiano, y al secretario general del Movimiento (de qué movimiento no importa porque entonces nadie se movía) Raimundo Fernández Cuesta, camisa vieja, viejísima. El rey de bastos estaba más fuerte que nunca, era un frenesí cinegético el que emprendía día sí y día también. El mismo Pacón, su primo y ayudante, se indignaba para sí del tiempo que Paquito pasaba con la escopeta al hombro que tú bordaste en rojo ayer. «He acompañado al Caudillo en el Azor a Bermeo. Franco es feliz cuando navega en su barco» escribía Pacón en su diario privado el 16 de agosto de 1955. ¡Ay, ay, ay! ¡Qué felices seremos los dos! Por su parte, Federico Sánchez se paseaba de incógnito por los madriles desolados de su infancia a pesar de que Luis Miguel Dominguín no le había conseguido el pasaporte, por más que se lo pidió a Camulo Alonso Vega. Mientras tanto, todos los palmeros y taxistas madrileños mentían sobre sus fantasías eróticas con Ava Gardner, que no tenía ningún remedo en llamar a Perón maricón. Ay, ¡qué felices seremos los dos y qué dulces los besos serán, pasaremos la vida en la luna viviendo en la casita de papel!

      Los noviazgos entonces se eternizaban y pasaban los días y él desesperado y ella, ella contestando quizás, quizás, quizás… El matrimonio era la única manera de poderse aliviar tranquilamente de aquellos sofocos de la entrepierna que acometían a los novios. Pero cómo, cuándo, dónde. Hay una maravillosa tesis sobre los “Usos amorosos en la España de Posguerra”, de la amorosa Carmina Martín Gaite, madre, esposa, tía, cuñada de todos los Sánchez y de todos los Ferlosios y la niña bonita de la intelectualidad. De aquellos ardores, o necesidades de amor nació una grandiosa y poblada generación de niños españoles. El baby boom de los sesenta lo llaman los demógrafos. La Luisi, el Jesus, el Geli, la Chus, la Merche, la Afri, la Tere, el David, la Cani, la Maite… Cachito, cachito, cachito mío, bendigo la suerte de ser tu amor…

     Y había que hacerse la foto de novios para decirles a todos los seres queridos que por fin, por fin podían aliviarse de los ardores sin pecado y sin el regaño de la mamá, mira a ver si te deja preñada y después si te he visto no me acuerdo, que los hombres lo único que quieren es lo único. Así que las fotos de boda era lo más importante porque se certificaba que uno se convertía en adulto, en respetable señor don y señora de.

Y de viajes de bodas… Pues de viajes de bodas ni hablar. Rosario y Alfonso se marcaron la tarde de su himeneo un tango a media luz los dos, a media luz los besos, crepúsculo interior. Y al día siguiente ella se fue a trabajar como criada en una casa bien de la calle Barquillo. Alfonso, albañil, lo celebró hormigonando las casitas de papel del poblado de Caño Roto, en los Carabancheles, donde vivirían poco después. Luisa y Miguel alquilaron una habitación con derecho a cocina en ca la Venancia, una viuda de un jonsiano de los de Ledesma Ramos que cayó en el Alto del León. Esa diferencia entre ser viuda de un jodío rojo o de un caído por dios y por España. Y a la Tina y al Ángel no les cupo (cabió, diría un castizo) más remedio que cohabitar en una habitación sin vistas de las dos que conformaban el pisito de la abuela Luisa. Eso sí, aún quedaban tres hermanos solteros, la abuela y una tía viuda más en el nido familiar distribuidos por la cocina y el pasillo. La realidad que supera a la ficción. El Pisito. Petrita y Rodolfo, Mari Carrillo y López Vázquez en aquella esperpéntica tragicomedia de Marco Ferreri.

      En fin, mujer, si puedes tú con dios hablar pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar… Rosario y Alfonso; Tina y Ángel; Lupe y Lulio; Piedad y Daniel; Luisa y Miguel; Encarnita y Antonio… para qué quiero tus besos si tus labios no me pueden ya besar.

          Tina y Ángel se casaron en la iglesia de Santa Cristina, sita en el Paseo de Extremadura, en la Puerta del Ángel, en Madrid, al otro lado del río Manzanares, obra neomudéjar de Repulles y Vargas construida en 1905. Sus padrinos, Lulio y Teresa, hermanos del novio. Y fueron felices y comieron perdices y a los demás les dieron con los huesos en las narices. Eso fue el día de san Roque, 16 de agosto de 1955.