Rafael Alonso Solís
La primera vez que Alfredo Capone consiguió irse de rositas y evitar los efectos colaterales del conflicto que mantenía con la agencia tributaria, la familia se reunió en pleno y le organizó una fiesta por todo lo alto. El alcohol se deslizó por las cañerías de los lavabos como si se tratase de agua de misa o de gasolina bendita, las chicas del coro se quitaron las bragas y las guardaron en el bolso antes de entrar al salón, y hasta se habilitaron un par de habitaciones como fumadero de campaña y entorno tranquilo para perseguir al dragón. En Uno de los nuestros, cuando Henry Hill –cuya mezcla de sangre siciliana e irlandesa acabó marcándole, inevitablemente, una corta vida como gánster de barrio y matón de barraca– perdió la virginidad y fue indultado de su primer delito, la familia lo recibió con una salva de aplausos, antes de cubrirlo de besos en una entrañable muestra de amor. En un episodio de La Piovra, la inquietante y espléndida serie de la televisión italiana creada por Sandro Petraglia, al sucio abogado mafioso, a la salida de la cárcel, y también por amor, sus familiares le tienen dispuesta una joven ardiente como primer ejercicio de desfogue, antes, incluso, de darse una ducha. Según las memorias apócrifas de José Luis Alvite –el gran columnista gallego, muerto hace año y medio tras encajar dos balas certeras, ambas del nueve largo, una en el colon y otra en el pulmón–, cuando Lenny el Mofeta dejó la empresa en la que ejercía de contable, llevándose una maleta cargada de papeles firmados y facturas comprometedoras, en el Savoy se fundieron los plomos y se rompió la pana en la celebración. El amor también corrió entonces de un extremo a otro de la barra del bar, llenó las copas de oro líquido y cubrió las bandejas de nieve, mientras las coristas bailaban en cueros y los negros de la orquesta se dejaban manosear sin recato, al tiempo que entonaban una versión especialmente canalla de Ol’ Man River. Dicen los que estuvieron allí que Luigi Capone acabo llorando encerrado en el baño, como resultado de sus excesos con el destilado barato y tal vez por la decepción que le produjo un gatillazo de última hora. Años atrás, cuando los chicos y yo servíamos en Dodge City como mercenarios del incipiente sindicato de banqueros, a Murciélago Baxter conseguimos liberarlo de una banda de renegados comanches, casi a punto de que lo colgaran de sus genitales en venganza por haber mantenido retenidas a un grupo de niñas indias, a las que violó durante cuarenta días y cuarenta noches, mientras se colocaba con una combinación de licor de fuego y mezcal de garrafa. La fiesta de recepción fue en El Trocadero, un garito de moda por aquel entonces, dirigido por un grupo de empresarios de San Francisco, en el que solíamos celebrar las efemérides de cierta importancia. Cuando se trata de uno de los nuestros, la familia siempre responde con mucho amor.
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