Cuentos de verano

  Fdez. Muchosálamos

—Ahí estás otra vez, como plantado, viendo como se muere el día. Ni te mueves, ni hablas; ni parpadeas, me creo. Tan mueble como la silla en que te sientas.
—¿Pos qué quieres que hable? No hay nada nuevo. Y lo viejo ya lo tenemos hablao.
—¿Sabes qué pensamiento se me viene a veces, Inacio?
—Claro que no. Cómo voy a saberlo, pero ya dímelo, mujer.
—Pos pienso que mejor te mueres.
—¿Y cómo así, Mélida?
—Pos muerto, vendería esta casa, con su tierra, el trator y los cuatro tiliches miserables que andan por ahí, sin provecho, desperdigaos… Y con los cuartos me iría a vivir a la ciudad, con mi hermana, que me tiene dicho que tiene sitio y ganas. Entraría en un cine de esos bien grandes, con cortinas y asientos de buen paño colorado y lámparas pomposas, y otras lujoserías que siempre quise sentir. Y también me iría una tarde de modas, para comprarme un vestido bonito y ver de encontrar un hombre que me quiera disfrutar, antes de que estas carnes se me molifiquen más, porque tú, Inacio, ya ni eso. Y no es que vaya a quejarme ahora, aunque lo paresca, pero es que casi no me acuerdo del gustito que da que un hombre arrime su piel desnuda a la piel desnuda de una. ¿Me comprendes?
—Pos no sé qué decir. Estoy atontao por la sorpresa. Aunque sí te comprendo, ¿cómo no?, pero ahora me entró una procupasión bien grande.
—¿Cuál procupasión?
—Pos la procupasión de lo que dijiste.
—¿Te ofendí?
—No, no. No es eso.
—¿Pos entonces?
—Pos que ahora que sé lo que sé, y que me doy cuenta de que tienes un plan, bien bueno, se me entró el miedo de que algún día quieras hacerlo verdá y resuelvas que ya viví lo bastante.
»La inorancia impide la procupasión, pero esa ya no es posible y en adelante voy a tener que vivir alarmao.
—Pos no debes. Pensé que me estaría bien que te murieses, pero sin tener que quitarte la vida.
—¿Y cómo entonces me voy a morir?
—Así, porque sí, nomás. No le des una vuelta y otra. Son cosas que se piensan sin pensar y que no van a suceder…
—Pero tu plan es bueno…
—Eso no se puede esconder. Además, no sé si notaste que don Povedano me anda siempre rondando con la misma canción, que ya me la aprendí de tanto oírsela.
—¿Cuál canción?
—Que si bien arregladita cualquier varón me miraría deseoso, que ando encarroñando los pocos años que me restan de gracia ente gumarras y verracos, que te persuada para que le vendas lo nuestro, que…
—Ya para, mujer, que le pillé el argumento a la copla. Y lo que ha de hacer don Povedano es dejar que de los asuntos ajenos se ocupe el prójimo, y él de los de él. Nomás.
Eso le di a entender, pero solo con un gesto. Sin hablar ninguna palabra. Pero las cosas que una oye las oye. Eso no se puede borrar.
—Hiciste bien. Es mejor no dar bola a quien te la puede quitar.
—Entonces lo dejamos ahí.
—No se va a poder, Mélida. La procupasión que tengo no se va porque uno quiera que se vaya. Yo creo lo que dices, así lo que me va bien y lo que no. Pero creo además que las personas se mudan los pensamientos como el aire se muda el curso, y con la muda vienen pensamientos nuevos y antiguos, y los pensamientos traen intenciones viejas y nuevas.
»Pero ya sé cómo hacer.
—Mira, Inacio, si para que te mueras tuviera que matarte yo o hacer el encargo, ya lo habría hecho, ¿no ves? Así que olvida lo que dije y di a tu procupasión que se vaya.
—Es más fácil recomendar que hacer. ¿No me escuchaste?
—¿El qué?
—Dije que ya sé cómo hacer.
—¿Para morirte?
—No, para que hagas tu plan y mi procupasión se vaya.
—Siempre supe que eras listo, Inacio. Y si te dije lo que te dije no es porque no seas listo, o trabajador, que también eres, o bueno, que te sé bueno. Pero aburrido, Inacio.
»Cuéntame pues la ocurrencia.
—Pos yo me sé que aunque dices que mejor me muera, en verdá no es que quieras que me muera, lo que quieres es lo otro. Aquí va el remedio: nos vamos al escribano para que ponga todo sobre papel de ley, bien formal y
con buena letra de la carigrafía oficial, para que naide en adelante pueda negar la justedad del documento.
»Tú te quedas con el escrito y yo sin la procupasión.
—¿Y que tiene que escribir el escribano?
—Que la casa, el trator, la tierra, los aperos, los animales —menos la Clara— y todo lo demás que hay, menos algunas herramentas que necesito, pueden ser vendidas por la Mélida Gutierres Ocelote y disponer del biyuyo que resulte a su razón y querer, sin la necesidá de que yo, el Inacio Garrote Gil, me tenga que morir. Ya está.
—¿Y tú?
—Yo me quedo vivo, si no te importa.
—Vivo ¿pero adónde?
En la cabaña de la Media Luna. Don Pedro consentirá feliz que me instale. Me dice uno de cada tres días que por qué no me quedo a vivir allí, que cuando estoy —que es uno de cada siete— él duerme más tranquilo. Y con lo que yo gano, para mí y para la Clara nos ha de valer y sobrar. Tú haces tu plan y yo pondré esta silla en el porche de la cabaña para ver, cada día —sin ninguna procupasión— con la Clara tumbada a mi costao, como se marcha el sol, tal como ahora lo hace, por ese mesmo cerro.
—Menos el jueves y el domingo, que te vas a la taberna del Escopeta a jugar a las cartas con el Isaías, el Lope, y el Esquinao.
—Así mesmo. Al Truco del clavo, con una baraja española.
—¿Harías eso por mí, Inacio?
—Lo haría por mí.
—¿Cuándo vamos al escribano?
—A tu antojo, que tuyo es el plan.
—Eres un buen semejante. A lo mejor algún día te echo de menos. Aunque no creo.
—Precavido soy, nomás, mujer.
»También yo, si se da, me anime a probar otra hembra, que el tanto conocer no es bueno para desear.
»Está bien que las gentes hablen para conocer los pensamientos de cada quien y acomodar las intenciones de uno y otro.
—Otra vez tienes razón, Inacio. ¡Vaya que sí!

Café de Ruiz. Madrid,
11 de junio de 2017

SAM_0798_web2

Enlace relacionado:

El hermano