Rafael Alonso Solís

Cuando uno comienza a recordar los detalles de la infancia como si solo hubieran ocurrido unos días atrás, todo se asemeja a un anuncio de la vejez o el renacimiento. Cada suceso se manifiesta con una especie de incertidumbre sugestiva, con un cierto aire desvaído, resultado, quizás, de su lejanía. Al mismo tiempo, sin embargo –y sin que eso resulte contradictorio–, algunas cosas nos resultan tan sólidas y tangibles como el fresco que la realidad temporal nos muestra iluminado delante de los ojos. Sabemos que algunos acontecimientos, algunos tonos y algunas imágenes del cuadro son ciertas, porque como tal las recordamos, pero también que a la banalidad sinuosa de la memoria se ha unido, como el ruido que hace el cosmos al nacer y desenrollarse, la fuerza de la palabra, el poder creador del verbo, tal vez como al principio, y ha reescrito todo, ha añadido colores que a lo mejor no estaban ni siquiera inventados cuando las cosas sucedieron por primera vez, para que al bajar el telón pudiera surgir una escena tan nueva como las que están descritas en los libros que aún no han sido imaginados, en las películas que aún permanecen sin rodar o en los montajes que todavía descansan en la mente dormida del autor. Podemos tener la sospecha de que la vida se encontraba en la estantería de una biblioteca informe, inmensa e infinita, puede que con los capítulos desordenados, las páginas en blanco, los versos sin definir, la rima desconcertada y dispersa. Pero todo estaba ahí, todo descansaba en ese espacio intangible en que el acto y la potencia danzan juntos sin saberlo, al ritmo de una música que se crea a sí misma a medida que se le van despertando los sentidos a los violines y los tubos del órgano se limpian de hollín. La vida era también, en sus inicios, un espectáculo que se bastaba para complacer al espectador, que de hecho la vivía desde dentro y la contemplaba, no desde el patio de butacas, sino desde el fondo de la trama, pasando de un papel a otro a medida que recordaba –también aquí, también en esto– el lenguaje de cada personaje, el tono de voz con que reflejaba el miedo o el gozo, la gracia o la torpeza con que movía los brazos, pescaba corales, cabalgaba grifos o alanceaba molinos de viento. Cuando, al cabo del tiempo, se revisan los recuerdos uno no sabe a ciencia cierta si la memoria estaba ahí ya entonces, mucho antes, quizás, de que estuviéramos nosotros para darle nombre y sentido, y se cargaba y vaciaba de acuerdo a ciclos en los que el amanecer, el crepúsculo y los latidos del corazón no eran otra cosa que variaciones rítmicas de un mismo sonido. Y puede que las cosas, que únicamente fueron cobrando y perdiendo sentido a medida que crecían y se multiplicaban, terminen por perderlo del todo, dejándonos entender que la nada no es otra cosa que el tejido natural de que están hechas.