Rafael Alonso Solís
La gestación subrogada es la expresión –entre meliflua y sociosanitaria– que se está utilizando en los medios para referirse al uso del cuerpo femenino como fábrica de embutidos. Al parecer, una encuesta en torno a la opinión de los españoles sobre el tema ha dado como resultado que la mayoría del personal está de acuerdo en que se regule. Según más de un partido político, eso es lo que quiere la gente. Lo he oido por la radio, una de estas mañanas, un poco antes o un poco después de escuchar el relato de una mujer asiática que, tras ser secuestrada, tuvo que ejercer de vagina colectiva para el merecido descanso de los guerreros japoneses que volvían del frente, atenazados por el miedo, tal vez ciegos de amapola y bajo la imperiosa necesidad de imponer su poder sobre un cuerpo ajeno. Putas militarizadas al servicio de la patria o pellejos migrados donde combinar espermatozides y óvulos para el ejercicio de un supuesto derecho. En la película Asesinato en ocho milímetros, dirigida en 1999 por Joel Schumacher, un detective de poca monta investiga en los bajos fondos cinematográficos la industria de la pornografía filmada a medida del consumidor, y acaba descubriendo un inframundo de celuloide en el que se matan niñas a puñaladas para disfrute de la sala de cine privada de los millonarios californianos. Cuando le pregunta a uno de los implicados en el negocio que por qué lo hicieron, la contestación es sencilla: “porque podíamos”. Supongo que todos esos encuestados que se han mostrado a favor de la regulación de los también llamados “vientres de alquiler” pensarán en el extremismo exagerado de mi comparación. Claro que no es lo mismo asesinar a una niña en ocho milímetros por un millón de dólares que ser follada por veinte o treinta soldados al día, a cambio de camastros de barracón y comida de supervivencia. Tampoco es equivalente la violación con dirección de escena y cámara subjetiva –como dicen que sufrió Maria Schneider, sin que estuviera previamente en el guión, en El último tango en París– a la creación de granjas de seres humanos, con control de calidad, análisis genético personalizado y paritorios de diseño. Y claro que es diferente la magnitud del desprecio al otro que suponen las fotografías de niños y niñas que la pederastia organizada compran, venden y difunden por las redes ocultas, o los deslices viciosos de las sotanas, si se comparan con las tramas de altura que explicarían las desapariciones de jóvenes y las orgías de sangre que se sospecha han estado sucediendo en la alrededores de las costas levantinas. Si aceptamos que cualquiera dispone de derechos sencillamente porque tiene con qué pagarlos, y que esos derechos incluyen la utilización del cuerpo de una mujer que necesita el pago, estamos aceptando la ética del amo, del pederasta y del putero. Y eso no cambiará por mucho que se pregunte a la gente, se apruebe en referendum, se regule en el parlamento o se bendiga en los altares.
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Siempre certero, Rafael. ¡Qué generoso placer nos proporciona leer sus columnas!
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