Rafael Alonso Solís (Publicado en La Opinión de Tenerife 12/9/2018)
La monarquía británica procede de relatos elaborados durante un sueño brumoso, nacidos en una época en que los dragones velaban el honor de quienes ejercían el liderazgo, los caballeros lucían armaduras luminosas cuya prestancia no se alteraba durante las contiendas y las damas de la corte consumían su belleza en oscuros aposentos, mientras la brujería dominaba los espíritus que moran en la niebla y diseñaba talleres especializados para fabricar espadones mágicos y pabellones de descanso regio en la isla de Avalon. Los ingleses siempre han sido respetuosos con sus monarcas o, al menos, han tenido la habilidad de generar esa sensación de cara al turismo, y suelen pedir a Dios que salve al rey o a la reina en cuanto tienen ocasión, le pagan un sueldo generoso y parecen orgullosos de que los visitantes se hagan fotos frente al palacio de Buckingham. La monarquía española, especialmente la rama borbónica que nos azota, y que va y viene como el Guadiana, siempre ha lucido un tono entre astracán y esperpento, y ha hecho de la campechanería una extraña virtud por la que presumir y marcar palmito. Valle-Inclán, que tenía una mirada sensible para captar las imágenes y los sonidos de la calle, nos habló de los calores de la reina castiza, a la que “un temblor cachondo le sube del papo al anca fondona de yegua real”, cada vez que algún amante le olía los sudores y le manoseaba las nalgas. Es cierto que, en el caso de la institución española, la nómina suele ser más liviana, y tal vez por ello a lo largo de la historia hayan sentido la necesidad de desarrollar actividades de emprendeduría y tener cierta presencia en el mundo de los negocios. El casticismo de la saga viene de lejos, dicen los expertos que desde Fernando VII, es decir, a partir de la llamada primera restauración, y ha estado marcada por el morro, una supuesta cercanía con la basca, amplia tolerancia a los aromas de los garitos, un fuerte componente rijoso y una indiscutible vocación por la cópula. Si Andy Warhol afirmó en una ocasión que el sexo es nostalgia del sexo, podría decirse que el casticismo regio de los borbones más recientes se ha movido entre la filmografía erótica, la afición al café cantante y la admiración por las vicetiples. La segunda restauración está representada por los Alfonsos, que reinaron unos 55 años, si bien el segundo lo hizo de forma casi apócrifa, ya que en la primera fase quien rigió fue su madre, y en la última el mismo monarca colocó a un milico en el poder. Ahora vivimos la tercera, de génesis similar a la anterior, pero a la inversa, puesto que fue otro militar quien dio un golpe de Estado y, con objeto de garantizar la continuidad de su obra, puso de nuevo a un borbón en el trono. Mantener la inviolabilidad de tan altas figuras ante sospechas de delincuencia no es de recibo y requiere una urgente modificación de la norma.
La de los tristes destinos

Agustín Caballero
Isabel II (1830-1904) fue reina a los trece años. Y a los dieciséis la casaron con su primo Francisco de Asís, “Paquita”. «Gran problema es en la Corte averiguar si el Consorte cuando acude al escusado mea de pie o mea sentado» declamaba alegremente el populacho para mofarse de la inclinación sexual del monarca. Las sucesivas desamortizaciones que precedieron y siguieron a su reinado: subastas de tierras baldías de las que se habían apropiado las órdenes religiosas —entonces como ahora—, la de Mendizábal en 1836, habían otorgado a los terratenientes inmensas propiedades y un poder sin límite. Aquello fue un desastre económico y ecológico sin paliativos, ya que zonas de labranza se abandonaron e inmensos bosques fueron talados para explotar sus recursos y desaparecieron. Fue el comienzo de una nueva clase social de potentados que manejaron la política de la corte en su beneficio y el comienzo de corruptelas, enchufismos y favores que tanto han marcado la historia real del país. Otros hechos destacados durante el reinado de Isabel II fueron las Guerras Carlistas, tres y multitud de guerrillas regionalistas y cantonalistas, en las que desde 1833 a 1876 se disputaron el trono diferentes formas de expoliar el Estado: liberales, isabelinos, carlistas, la Iglesia, fueros, la aristocracia, la burguesía, la gran banca, etc.
Se inició la expansión colonialista por África, origen de las guerras del Rif que durante casi cien años (1858-1956) llenó de espadones y militarismo la política española: Narváez, Serrano, Prim, Topete…
La Noche de San Daniel (10 de abril de 1865), la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil (22 de junio de 1866, fueron fusilados al menos 66 sargentos) y el Alzamiento de Villarejo de Salvanés —enero de 1866— protagonizado por Prim, fueron los preludios de lo que en septiembre de 1868 desembocaría en una revolución fracasada: La Gloriosa y el sexenio democrático, abortado con la restauración borbónica del joven Alfonso XII (rey de España de 1875 a 1885, no llegó a cumplir los 28 años). Un rey cuya paternidad es atribuida a Enrique Puigmoltó, amante de la reina.
Otros personajes que dirigieron espiritualmente a la reina fueron sor Patrocinio, una visionaria oscurantista propia de la cueva de Zugarramurdi; y el padre Claret, su siniestro confesor. Ambos intrigaron profundamente en la débil personalidad de la reina y convirtieron el trono en un estigma del que Isabel II fue su cautiva.
Galdós sitúa su obra cumbre, Fortunata y Jacinta, en el mismo tiempo que La Gloriosa. Principio y fin, populacho y burguesía, esperanza y resignación coinciden literariamente con el itinerario de la revolución frustrada, como si la novela fuera el epitafio de que todo estaba condenado a la segunda restauración del viejo orden y nada cambiaría tras 168 años de reinados borbónicos. Galdós se entrevistó con Isabel II en su dorado exilio parisino, en el fabuloso palacio Hôtel Basiliewski, en la Avenue Klebert. El encuentro tuvo lugar sobre 1893-94, según afirma Pedro Ortiz-Armengol en su biografía sobre don Benito. Al parecer, la reina causó simpatía al novelista, quizás porque la corte, la milicia, la clase política, la Iglesia y la legión de aduladores y santones que medraban en palacio explotaron su docilidad juvenil y su vulnerabilidad para conseguir sus fines espurios. A la reina no le cupo sino hallar consuelo de aquellos desgraciados destinos en sus libidinosos ensueños de alcoba con amantes no siempre complacientes.

Burlándose del reinado de Isabel II son célebres las caricaturas pornográficas que inspiraron los supuestos sofocos sexuales de la reina. Aunque firmadas por un enigmático SEM, son atribuidas a los hermanos Bécquer, Valeriano y Gustavo Adolfo. En esta aparecen grotescamente los personajes que deambulaban por Palacio: Francisco de Asís, el rey consorte, el padre Claret, la reina, embestida por el general Narváez, sor Patrocinio de las Llagas y el general Serrano.