Esperando con suma atención y algo de morbo el mensaje navideño que el actual monarca emitirá este año, y antes de escribir la correspondiente columna que lo glose, he seleccionado 6 artículos de los publicados en los últimos años en La Opinión de Tenerife y El Día, que pueden servir a lectores interesados para preparar el terreno. Supongo que para los admiradores de la monarquía reinstaurada por el dictador —los gritos que se escuchan últimamente en el parlamento desde los bancos de la derecha sugieren que son unos cuantos, lo que resulta inquietante— estas columnas resultarán indigestas, a pesar de estar redactadas con ingenua ironía y seguramente con un exceso de corrección política, mientras que, para otros, resultarán demasiado prudentes y faltas del contenido crítico adecuado en cada época. En cualquier caso, pido excusas a ambos grupos.
Rafael Alonso Solís, diciembre, 2020
Mientras que en un artículo, publicado en la revista digital Eco Republicano, Germán Gorráiz se pregunta por los días que le podrían quedar a la monarquía española antes del advenimiento de la Tercera República, en un libro editado recientemente por Galaxia Gutemberg bajo el título de Rey de la democracia, a través de las opiniones de ocho prestigiosos y bien situados ensayistas se recoge y glosa “el papel determinante de Juan Carlos I en la instauración de la democracia en España”. Durante las últimas cuatro o cinco décadas, la figura de Juan Carlos de Borbón ha lucido en el paisaje de la sociedad española como la diana de un péndulo revelador de nuestra propia incoherencia. En ocasiones, la hemos usado como un icono sobre el que hacer chistes malos y permitidos, mientras que en otras –como en la colección de panegíricos de los ocho intelectuales escogidos– la hemos calificado como “una apuesta eficaz”, según expresión de Victoria Camps, donde la discípula de Aranguren escoge la vía del elogio del monarca abdicado al subrayar la “actuación decidida por parte del Rey de mantenerse fiel a la Constitución” durante la escaramuza del 23-F. Al fin y al cabo, los monarcas nunca han ido mucho más allá de su condición de personajes de opereta sobre los que se escriben biografías brillantes y se pintan retratos de época destinados a cubrir las paredes de los salones de la corte. Sólo la distancia de los siglos nos permite aceptar sin sonrojo su escasez de virtudes morales, su poca afición al baño o su condición de parásitos de altura, cuyo papel podría ser representado con menor coste por actores de reparto o por productos de la tecnología. Según relataron en su momento los medios, la tarde o la noche del tejerazo Juan Carlos I telefoneó al por entonces presidente de la Generalitat de Cataluña para garantizarle la tranquilidad en el frente. Aquella frase de carácter sedante fue difundida entre el populacho con la intención de que produjese un efecto similar, y es posible que lo hiciera. Sin embargo, a estas alturas cabe preguntarse sobre el verdadero significado del mensaje. ¿Acerca de qué debería estar Jordi tranquilo? ¿Qué sabía el monarca, y por qué al compartirlo con Pujol debería insuflar calma al inquieto –un suponer– jefe de la importante familia catalana? ¿De qué y por qué le avisaba? A la vista de los acontecimientos posteriores, uno no puede dejar de pensar que los participantes en aquella conversación estaban tomando medidas para preservar el futuro, y tal vez intercambiándose informaciones relevantes para la seguridad de sus finanzas. Si Pujol puede acabar en la cárcel por haber contribuido al expolio de las comisiones, así como haber sido un adelantado del desarrollo de la ingeniería financiera y el trile de salón en la administración pública, todo apunta a que el rey abdicado ha disfrutado de una vida regalada gracias a sus virtudes como delegado comercial de la supuesta marca España. Quién sabe si, al final, sus vidas vuelven a cruzarse.
La Opinión de Tenerife (26/4/2017)

Felipe V (1683-1746), dos veces rey, padecía una grave enfermedad mental, tal vez esquizofrenia, que le impedía realizar ya no con decoro, sino con responsabilidad ninguna, sus obligaciones de gobierno. Su demencia fue reconocida en su época y se sabe que: «se empeñaba en llevar siempre una camisa usada antes por la reina, porque temía que le envenenasen con una camisa; otras veces prescindía de esa prenda y andaba desnudo ante extraños; se pasaba días enteros en la cama en medio de la mayor suciedad, hacía muecas y se mordía a sí mismo, cantaba y gritaba desaforadamente, alguna vez pegó a la reina, repitió tanto sus intentos de escaparse que fue preciso poner guardias en su puerta para evitarlo». Fue el padre de Luis I —elevado al trono debido a la incapacidad de su progenitor—, que reinó 229 días y al que casaron, con 14 años, con su prima Luisa de Orleans, de 12, y que murió de viruelas con 17 años; de Fernando VI, rey desde 1746 a 1759; y de Carlos III, rey desde 1759 a 1788. Después reinaron Carlos IV, Fernando VII, María Cristina (regente), Isabel II, Alfonso XII…
La familia de Felipe V. Michel Van Loo, pintado en 1743, durante el segundo reinado del monarca. Luis I había fallecido en 1724, Museo del Prado.