Texto de Gabriel de Araceli. Fotos de Terry Mangino
EXQUISITO, selecto, sólo para paladares exigentes. Azaña se escribe esta reflexión siendo ya un cuarentón, en 1920-21, ausente o alejado aún de la política, sin vocación de líder y como una concesión a sí mismo, a su mente atribulada que no encuentra consuelo en la libación de la existencia profana del país bruto que le rodea, que le oprime. Corre su relato un itinerario similar a la “España Invertebrada”, la gran reflexión de Ortega sobre la intimidad nacional. Ambas fueron escritas en las mismas fechas en periódicos y publicadas después en forma de libros, en 1920 la de Ortega, en 1927 el JARDÍN. Aunque el filósofo deambule por la autopsia forense del problema nacional y Azaña-Milton recapacite sobre su paraíso perdido, tal vez frustrado: su educación, de los trece a los dieciocho años en el Colegio María Cristina, regentado por los agustinos. Ese JARDÍN escurialense en el que don Manuel sufrió su primera juventud, prisionero de unas reglas conventuales, la educación reservada a los hijos patricios, a las que profesaba hostilidad, alejado de sus hermanos, huérfano de padres, lector compulsivo, irredento prosista, gongorino, difícil, culterano, distante, elitista, soberbio. «Una mezcla de soledad, orgullo, hipersensibilidad y melancolía» escribe Manuel Aragón —magistrado del Tribunal Constitucional y crítico literario de Azaña—, en su examen sobre “La velada en Benicarló”, la otra introspección “azañiana” en la derrota nacional, en la tragedia hispana, una exacerbación de los sentidos, un exorcismo imposible entre la razón y la demagogia, entre el amor a la verdad y la traición de la sinrazón espuria a la esencia histórica. El problema: España.

«Niñez intacta que una tarde se marchitó oyendo predicar a un jesuita», o «En contra del mundo está la fe», o «No es necesario que el septentrión los lance, los bárbaros están en España», o «Tarde comencé a ser español. De mozo me criaba en un españolismo edénico, sin acepción de bienes y males. Veía en el mapa las lindes de una España, pero este era nombre sin faz; moralmente no advertía sus límites ni sospechaba que los hubiese», o «El español bueno no tiene que devanarse los sesos; ser castizo le basta. Todo está inventado, puestas las normas: gobernar como Cisneros; escribir como Cervantes; y hallándose frente al mundo en actitud de litigante desposeído por la fuerza del bien que le pertenece, meterse en un rincón a devorar el reconcomio, no tratarse con nadie, pedir para los émulos victoriosos el mayor mal posible», o «Las vírgenes prudentes de El Escorial guardaban encendida su lámpara sin desmayar en la espera. El bizarro plantel del colegio podría destacar sujeto suficiente a obrar en ellas la mudanza que según el fabulista desentumece el ingenio de las jóvenes». Et, oui!, su obra no ha perdido un ápice de actualidad. El mal, los males de la patria siguen acechando a la nación, amenazando ahora con fusilar a 26 millones de españoles desde la trinchera de la exclusión y del neofascismo disfrazado de palabras, de vox, que persiguieron a Azaña hasta la tumba.

Y no olvidarse de sus “Diarios”, una enumeración íntima de sus andanzas y esfuerzos políticos cuando ostentó la presidencia del Consejo de Ministros de la República, de junio de 1931 a noviembre de 1933, obra mayor en la que reflexiona sobre los graves momentos históricos de la patria con los que tuvo que lidiar.

Manuel Azaña murió hace ochenta años, el 3 de noviembre de 1940 en el exilio francés de Montauban. Su féretro fue cubierto por la bandera mexicana, patria que le dio cobijo por abandono de la propia, aunque él, ya muy enfermo tras su exilio iniciado en febrero de 1939 y su agrio enfrentamiento con Juan Negrín, nunca renunciara a su españolidad que tanto le traicionó y a él, adán en un jardín maldito, le dolió. Todo eso lo anticipó Azaña en su paraíso perdido, su “JARDÍN DE LOS FRAILES”.
Un grato homenaje a la figura de Manuel Azaña
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