Rafael Alonso Solís

En 1898, casi una década antes de la concesión del Premio Nobel por sus hallazgos sobre la estructura del sistema nervioso, se publicaba la segunda edición de Reglas y consejos sobre la investigación científica, libro basado en el discurso que Santiago Ramón y Cajal había pronunciado el año anterior durante el acto de ingreso en la Academia de Ciencias, y que en su primera edición subtitulara Los tónicos de la voluntad, con la intención de contribuir a la formación de investigadores. Es curioso que Cajal –al menos en su caso– diera mucha más importancia a “la voluntad”, a “la  independencia de juicio” y a “un sentimiento profundo de nuestra decadencia científica” que al supuesto talento demostrado durante sus estudios de bachillerato –período en el que confiesa haber sido “uno de los alumnos más indóciles, turbulentos y desaplicados”–, o en la Universidad –en cuyas aulas reconoce no haber brillado “ni poco ni mucho”–, lo cual hace sospechar que, si viviese en la actualidad, habría tenido serias dificultades para encontrar una beca que le permitiese iniciarse en la actividad investigadora, y tal vez habría acabado dedicándose a la fotografía, el dibujo o la gimnasia, actividades para las que había mostrado cierta maña. Se cumplen, por lo tanto, ciento veinte años de la primera redacción de este texto, cuya vigencia sigue manifestándose con toda rotundidad en muchos aspectos, más aún en un momento en que el papel de la Universidad en la generación y difusión del conocimiento es cuestión opinable –y, como hemos comprobado en el caso de recientes perlas cultivadas en Canarias, no con mucha fortuna–, que está necesitada de ideas claras, debate limpio y despojado de corporativismo, y atrevimiento para adoptar políticas apropiadas, tanto en su propio seno como en los niveles administrativos correspondientes. Por ese motivo su lectura sigue siendo recomendable, especialmente por los responsables políticos implicados. Ya entonces Cajal llamaba la atención, con imaginable generosidad, sobre el hecho de que “nuestros estadistas adolecen de algunos defectos”, exigía la transformación de la Universidad –“hoy casi exclusivamente consagrada a la colocación de títulos y a la enseñanza profesional”– en un centro de impulsión intelectual, al modo de Alemania –“donde representa el órgano principal de la producción científica, filosófica e industrial”–, ironizaba sobre la preocupación en torno a la autonomía universitaria –“de qué servirá emancipar a los profesores de la tutela del Estado, si éstos no tratan antes de emanciparse de si mismos, de sobreponerse a sus miserias éticas y culturales”–, criticaba con dureza el afán de “algunos estadistas conspicuos” por minimizar el papel de la “ciencia teórica” frente a la “práctica”, recordando como “en Alemania, en Francia, en Inglaterra la fábrica vive en íntima comunión con el laboratorio”, y aconsejaba cultivar a “la ciencia por sí misma, sin considerar por el momento las aplicaciones”, por la sencilla razón de que “allí donde los principios o los hechos son descubiertos brotan también, por modo inmediato, las aplicaciones”.  Es ahí, en el equilibrio inteligente, donde habría que incidir.

Rafael Alonso Solís, MD, PhD
Prof. of Physiology and Institute Director
Institute of Biomedical Technologies
Center for Biomedical Research of the Canary Islands
University of La Laguna
Ramón y Cajal en su casa de Madrid, 1915.

Ramón y Cajal en su casa de Madrid, 1915.

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