Rafael Alonso Solís
LA MONARQUIA ES UNA INSTITUCIÓN que requiere fundadores para imponer el origen, y súbditos que aguanten sus consecuencias. Es de suponer que sus defensores disponen de argumentos para defenderla, pero muy dudoso que quienes la sufren se los crean. No cabe duda de que tanto el casting como los mecanismos de renovación son sencillos. Respecto al primero, no se requieren propuestas ni concurso de méritos. En cuanto a lo segundo, suele ser una combinación entre los orígenes mágicos o la implantación por la fuerza. En unos casos se arranca la legitimidad de las entrañas de la roca, como en las leyendas de Arturo de Bretaña; en otros, algún milico la instaura o la reinstaura para garantizar las ataduras. Desde ese momento, la herencia queda instalada en el lugar que debería ocupar la democracia, con lo que el mito fundador se sobrepone a la capacidad, la inteligencia o la moralidad de quien porta la corona.
Precisamente por proceder de las sombras, no es de extrañar que a los príncipes les chuleen las brujas, como en el caso de Macbeth, o que en las horas de oscuridad se les aparezcan los fantasmas de la memoria, como le sucedía a Hamlet. A los monarcas de cercanías quienes se les pueden aparecer son las amantes —no se sabe si agradecidas o despechadas— y los inspectores de hacienda. Una vez escribí que, en este país, los reyes suelen hacer tres discursos importantes. En el primero, aceptan la responsabilidad del cargo y juran los principios de quien les nombra; ya vendrá el momento de cambiarlos por otros. En el segundo, después de haber agitado las medallas frente a la tropa, hacen como que nos salvan la vida. En el último, cercana la caída del telón que da fin a la tragicomedia, anuncian su retirada. Durante los intermedios, van dando pinceladas de ingenio o de cinismo, como en aquella aparición del rey, ahora emérito, a punto de terminar 2011, cuando exhortó a sus súbditos a ser honestos, sin inmutarse, y enfatizó aquello de que la justicia era igual para todos.
Es cierto que la historia de Juan Carlos de Borbón, desde su llegada a España hasta el momento en que parece estar haciendo las maletas, parece extraída de una telenovela o un drama de baja calidad, tal como se refleja en la excelente investigación de Álvaro de Cózar. Cuando aún era príncipe, solía recorrer los colegios mayores de la capital para hablar con los universitarios de su generación. En una ocasión, en que se le estaba haciendo tarde por el intercambio de chistes, en un alarde de comicidad, dijo: «Me voy para casa, no sea que Sofía me esté poniendo los cuernos», lo cual fue muy reído por la concurrencia. Cuando se observa la evolución del gesto del rey emérito puede que se aprecie el poderosos efecto de los genes, especialmente los que se refrescan poco, si no se tiene cuidado con la dieta. Aquel joven monarca, al que muchos auguraban un reinado de corta duración, exhibía por entonces el semblante de alguien un poco asustado, con la expresión de quien no sabía, exactamente, qué hacía allí, pero ya había aprendido a cuadrarse gallardamente ante la milicia. En la madurez, su rostro fue adquiriendo ese aire campechano que le dio tanta celebridad. Anunciándose el crepúsculo, en esa época en que comienza a preparar su jubilación para retirarse a tierras más soleadas, su rostro ha ido tomando un aíre pícaro —por decirlo con mesura—, como si nos hiciera un guiño de complicidad y nos recordase que él también comparte —a su nivel, claro— las mañas de Lázaro de Tormes.
No cabe duda de que, en lo que se refiere al emérito, ha funcionado un efectivo pacto de silencio, en el que ha estado implicada la mayoría de la clase política, pero también la prensa, aunque los rumores sobre sus devaneos sentimentales y su presunta carrera como comisionista de éxito siempre hayan estado ahí. Hoy mismo, en un artículo de portada en el diario El País, se dedican ocho párrafos a defender a la realeza por parte de Pablo Casado, Felipe González y el presidente de la CEOE, dos a transmitir con prudencia la postura de UP y una la del Gobierno. Merece la pena recordar que fue una perspicaz periodista de derechas, conocida supernumeraria del Opus Dei y con excelentes fuentes de información en el estamento militar, quien se atrevió a hablar sobre el, presuntamente, oscuro papel de Juan Carlos de Borbón en el 23F, más allá del guion oficial.
Después de habernos caído del caballo, no parece que existan muchas dudas de que la conducta del rey emérito ha sido cualquier cosa menos ejemplar. Pero esa convicción, junto a la conclusión a que llegue la justicia, debería tener otras consecuencias y aprovechar la oportunidad para responder, con serenidad y sin demasiada prisa, a dos cuestiones: si la institución monárquica tiene alguna utilidad para la convivencia y el bienestar de este país, y si tiene un respaldo mayoritario o, siquiera, significativo. Dependiendo de las respuestas aún cabría, en su caso, una tercera: ¿de qué manera y cuándo se debería iniciar una renovación de la puesta en escena?

Viñeta de Vázquez de Sola dibujada durante el coronavirus
ESPAÑA INVERTEBRADA
Hace 100 años, en 1920, Ortega y Gasset publicó en el diario El Sol una serie de artículos y ensayos que reflexionaban sobre la identidad española y los problemas políticos que padecía. Todos los artículos se publicaron en forma de libro un año después con el título de ESPAÑA INVERTEBRADA. Lo que a continuación se expone es un extracto del capítulo 5 titulado PARTICULARISMO.
José Ortega y Gasset
Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás. Han hecho todo lo contrario: Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales; han fomentado, generación tras generación, una selección inversa de la raza española. Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas. Ella mostraría la increíble y continuada perversión de valoraciones que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los irreprochables. Ahora bien: el error habitual inveterado, en la elección de personas, la preferencia reiterada de lo ruin a lo selecto es el síntoma más evidente de que no se quiere en verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que perviva luego por sí mismo.
…El Poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados… Porque vivir es algo que se hace hacia adelante, es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro… Por eso decía Renan que una nación es un plebiscito cotidiano… Desde hace mucho tiempo, mucho, siglos, pretende el Poder público que los españoles existamos no más que para que él se dé el gusto de existir.

Viñeta de Vázquez de Sola dibujada durante el coronavirus
Estando de acuerdo con el autor del artículo, sin matices, quiero dejar no obstante esta reflexión:
La corrupción en España está más vinculada a la ausencia de rigurosos controles de la gestión púbica que a la institución monárquica. Desde que tengo memoria, quiero decir sin recurrir a la historia, los grandes escándalos de corrupción han venido produciéndose con implacable periodicidad, gobernasen unos u otros: caso MMM (Manufacturas Metálicas Madrileñas), que Franco resolvió en familia porque estaba implicado su hermano Nicolás; caso MATESA, la quiebra de la empresa textil que costó al erario público más de diez mil millones de pesetas y sirvió de escenario para una encarnizada guerra entre ministros falangistas y tecnócratas del Opus Dei: el caso Redondela, con la desaparición de más de cuatro millones de kilos de aceite de oliva, propiedad de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes; Sofico, Forum Filatélico, Gescartera, Filesa, Kío, Roldán, Rumasa, Casinos, (Convergencia i Unió), Sarasola, Colza, Funespaña, Gran Tibidabo, Estevill, Banesto, Naseiro (PP), Ormaechea, El lino, Tabacalera, Villalonga, Malaya, Villarejo, Forcem, PSV (UGT), ITV, Palau, (otra vez Convergencia), Palma Arena – Noos, Brugal (PP), Aguas de Valencia (PP), Rita Barberá, Zaplana, Camp, Aguirre, Rato, Granados, González, Bárcenas, Génova, Preferentes de CM, tarjetas Black… Y la «Puyol family».
Me paro porque en algún momento he de hacerlo ya que la lista es interminable. La corrupción en España, a todos los niveles, es un paisaje habitual que a todos nos afecta y en el que muchísimos políticos y no menos empresarios retozan como gorrinos en el lodo, sea por ambición, necesidad o hábito.
Esto no exculpa en absoluto a Juan Carlos I, que ha decidido dilapidar su prestigio y el de la institución que durante tantos años ha representado y pasar a la historia más como bandido que como salvador patrio. Dicho lo cual me adhiero al reciente discurso de Sartorius en TV, el problema de España hoy no es monarquía o república, si miramos alrededor encontraremos ejemplos de todos los colores. Por otra parte, tiemblo al pensar que alguien como Aznar, por ejemplo, pudiera llegar a ser presidente de la República Española. Me quedo con Felipe, de momento.
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Le recomiendo al señor duque desertor que lea «El Pueblo Traicionado», de Paul Preston, si quiere saber sobre la corrupción en España, aunque su lectura es demoledora y es muy posible que el lector curioso acabe con la fe en que este país pueda tener remedio alguno como no lo tuvo en los siglos pasados, ni en los presentes ni espera tenerlo en los venideros.
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