Rafael Alonso Solís
Aunque lo celebremos una vez al año, todos los días son de los muertos. El tránsito –calmado en unos casos, brutal en otros– sucede millones de veces sin que nuestra sensibilidad se altere, salvo cuando la parca visita a alguien que duerme en la cama de al lado. Ciertas coincidencias hacen que nos percatemos de la muerte de personas conocidas, aunque no cercanas, debido a la visibilidad de que disfrutaron. Recientemente se ha difundido el fallecimiento de un poeta universal que envolvió sus versos en música; de un dramaturgo que escribió el mejor teatro español de los siglos, sólo equiparable al de Lorca o Valle Inclán; de un ex secretario general de un partido político, del que la mayor crítica recibida fue que ejerció su oficio con discreción y sin ambiciones; y de dos juguetes rotos, muertos cuando hacía tiempo que su existencia era un remedo cruel del brillo del pasado. Leonard Cohen tiene quien le escriba y forma parte de nuestra banda sonora, aunque no hayamos bailado con sus canciones. Francisco Nieva es uno de los más grandes escritores del siglo veinte, y sus memorias –Las Cosas como Fueron–, en las que trató de explicar “qué tipo de estímulos hicieron posible la conversión de su vida en materia poética o literaria”, un prodigio de introspección acerca de la literatura, de sí mismo, y de la España en la que le tocó vivir. Tras triunfar como escenógrafo durante años, su teatro se mostró al público en los estertores del franquismo, para ver cómo la magia tomaba el escenario y todo lo imaginable se hacía posible tras alzarse el telón. En el caso de Juan Carlos Alemán, ex secretario general del PSOE canario, ha sido necesaria su marcha, tras una enfermedad silenciosa, para que hablaran bien de él y le reconociesen algo de mérito en su etapa política. En cualquier caso, los ejemplos anteriores lo son de personas que hicieron lo que quisieron –especialmente las dos primeras–, y tal vez en la libertad de elección estuvo la clave de una vida probablemente feliz.
Eso y la educación, aquello de lo que carecieron las dos marionetas quebradas que les han acompañado en los titulares de la sección mortuoria de los periódicos. Perico Fernández había nacido para ser boxeador, y puede que fuese incapaz de hacer otra cosa, aunque no tuvo oportunidad de saberlo. Su constitución genética le permitía coordinar brazos y piernas como un bailarín, y sacar alguna “manita” de vez en cuando, que acababa con el contrario besando la lona. Había sido campeón del mundo, pero hacía mucho tiempo que no salía en los periódicos y su salud era un trapo desgarrado. El caso más triste es el de Cristina Ortiz, conocida como La Veneno y calificada de cantante y actriz en la biografía urgente manejada por los periódicos. Cristina fue una mujer desgraciada, que nació con un colgajo entre las piernas y tuvo que dedicarse a la prostitución para ganarse la vida. Llevaba mucho tiempo rota y olvidada.
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