Gabriel de Araceli

El vagón del metro estaba lleno de viajeros enmascarados. Un retablo ferpecto de esa diáspora de aluvión que puebla el extrarradio de las grandes ciudades. Sombras vulgarmente vestidas, obesos la mayoría, feos, tatuados, sucios, burdos, una babel ininteligible de lenguas hacía más difícil aún comprender aquella procesión de replicantes que reptaban por el submundo de la ciudad. Una mujer de rasgos andinos relataba a viva voz, los auriculares la traicionaron, las miserias de su vida conyugal: ¡Mamita mía, pos vos sabés que tenía una querida..! Aunque nadie le prestaba atención porque todos restregaban frenéticamente las pantallas de sus móviles como si, a poco, obtuvieran el premio del éxtasis orgásmico, el soma. Revolución tecnológica, se llama. Treinta años antes era costumbre leer los titulares de los diarios por encima del hombro. Incluso el propietario del periódico podría incomodarse por aquella apropiación indebida de la información escrita de su tabloide matinal. Ahora nadie lee periódicos en el metro. Ni siquiera el Marca, ni siquiera libros. Sol. Correspondencia con líneas 2 y 3. Y cercanías Renfe. El vagón tardó en desalojarse lo mismo que tardó en llenarse, segundos. Pero allí, en el último asiento apareció una mujer que leía, ajena al mundo, un libro: La Isla del Tesoro.

            Los paraísos en la otra esquina buscados por proscritos desarraigados del colonialismo europeo para evadirse de sus tristes vidas. Robert Louis Stevenson y Paul Gauguin, dos almas gemelas que buscaban en las antípodas el remedio a sus males occidentales. Samoa, Tahití, Atuona… Traicionados por la tuberculosis y la sífilis. O Flora Tristán, ¿hija de Simón Bolívar?, la abuela de Gauguin, señalada por el tifus. O Herman Melville, que anduvo también por las Islas Marquesas, donde falleció Gauguin, en busca de Moby Dick. O Jacques Brell, el poeta del lamento roto, vecino de lápida del pintor, ne me quitte pas, il faut tout oublier. O Stuart Pedrell, el personaje ausente de los “Mares del Sur”, aquella novela de MVM, cuyo peregrinaje a la polinesia se agota en la periferia de una ciudad dormitorio igual a la que se dirigen los usuarios del metro. O el refugio del comisario Montalbano, de Andrea Camilleri, que vive en una isla de la que no quiere salir. Quizás como la que habita la lectora arrinconada del vagón del metro cuando busca el paraíso en las páginas de un libro de aventuras, su tesoro.

Robert L. Stevenson (1850-1894). La novela se publicó primero por entregas en la revista Young Folks en 1882. Y como volumen en 1883.

Robert L Stevenson. Su isla, su tesoro, no el único: “El doctor Jekill y mister Hide”. Esa estructura narrativa perfecta de ritmo frenético que atrapa al lector desde la primera frase con el detonante de la acción desde la primera página. Esos personajes extraordinarios, como el secundario Billy Bones que abre la novela con su misterioso proceder, el capitán tenebroso que siembra el pánico en la taberna del Almirante Benbow. O Perro Negro, o el ciego Pew, dos malditos. Y las dos capas sociales que se enfrentan en el relato desde el primer momento: los bucaneros, los malos, ¡Quince en el cofre del muerto!; Long John Silver, el mendaz pirata, acompañado de su loro, el capitán Flint: “Reales de a ocho, reales de a ocho”, que representa la doblez humana, astuto, inteligente, taimado, traidor para todos, pero que escapa al juicio, al reproche y a la condena del lector por su inteligencia, por su lucidez vital, como justificando que es necesario un poco de mal para mantener la supremacía del bien. Y enfrente la sociedad honrada, la solvencia de las instituciones, los representantes de occidente, del colonialismo británico: el squire Trelawney, el doctor Livesey, el capitán Smollett, junto con los criados que dan su vida por servir a sus señores. Y Jim Hawkins, el hechizado y ubicuo adolescente que, de golpe, descubre el frenesí de las aventuras. Y Ben Gunn, desheredado y abandonado por todos, que hoy bien podría ser el indigente sin techo que mendiga por las estaciones del metro.

Y La Hispaniola, la goleta que nos traslada a la magia: 62º17’20” de latitud N y 19º2’40” de longitud W, un punto del mar Caribe entre Haití y Venezuela. Coordenadas borradas por Jim Hawkins del mapa que el capitán bucanero del Walrus, John Flint, entregó en Savannah a Williams Bones, el 20 de julio de 1754. El lugar remoto donde habitan los sueños de la dicha.

Y habría que reflexionar sobre la dudosa legitimidad que se atribuye la buena sociedad inglesa para quedarse con el tesoro de la isla en lugar de los bucaneros. ¿A quién correspondería esa riqueza obtenida a base de sangre y muerte de terceros? Es el producto del robo y la usurpación que occidente practicó en sus colonias periféricas. O justificar la orfandad de Jim Hawkins, que se enfrenta en rebeldía a un mundo de adultos que le subestima como persona. O meditar sobre la ausencia de mujeres en la novela marinera, de las que apenas se hace mención en un mundo de hombres temerarios, carentes de vida afectiva e intercambio con el otro sexo, como el capitán Ahab, como Gulliver enfrascado en sus viajes asexuados.

Personajes, protagonistas y secundarios se afanan en un final resolutivo que satisface a cualquier lector, expectante por la intensidad del relato. Todo queda bien anclado. Los malos la palman y los buenos se salvan y se quedan con la pasta.

Villa de Vallecas. Fin de trayecto de la línea 1. La lectora se levanta de su asiento y sale del vagón. La indígena andina sigue voceando sus miserias diarias. Los viajeros retiran por un momento los ojos del móvil. Lo justo para no introducir el pie entre coche y andén. Después se escurren escaleras arriba sin perder de vista los teléfonos. Escribes o te extingues, lees o desapareces confundido en la invisibilidad de la masa, enredado en las redes sociales, en esas conversaciones de usar y tirar que pueblan la realidad cotidiana de los viajeros de un vagón de metro, ese circuito cerrado que habita la oscuridad de un túnel. El premio es el puerto imaginario, la estación donde está anclada la evasión, la ínsula recóndita poblada de fantasía y aventuras, felicidad esquiva a la que no arriba la mayoría, inalcanzable para los ciudadanos que la buscan en las pantallas telefónicas. Un trozo de papel impreso de renglones antiguos: ¡Reales de a ocho, reales de a ocho! La isla del Tesoro.


Pollux Hernúñez recoge en su traducción del original inglés la jerga portuaria que Stevenson reflejó en su obra, el vocabulario y los dichos de piratas y de la jet set tan distintos. Y magníficas las ilustraciones de José María Gallego, curtido en mil batallas borrascosas del periodismo diario desde los tiempos de la Transición. Cuidada y premiada edición la de Reino de Cordelia.

Y también destacar la edición de Vicens-Vives, muy didáctica, indicada para un público estudioso. Y gozosos los dibujos de Wal Paget, un clásico de la ilustración.


Otras obras interesantes de viajes y aventuras:

Viajes de Gulliver

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